A la izquierda, al fondo: Luis E. López-Chávez, De la serie ‘La conducta doméstica’, 2017, óleo sobre lienzo. 75 x 75 cm. Al centro: José M. Mesías, ‘El bosque está solo y puede que llueva’, 2009, acrílico y pastel sobre lienzo, 195 x 230 cm.
A la izquierda, al fondo: Luis E. López-Chávez, De la serie ‘La conducta doméstica’, 2017, óleo sobre lienzo. 75 x 75 cm. Al centro: José M. Mesías, ‘El bosque está solo y puede que llueva’, 2009, acrílico y pastel sobre lienzo, 195 x 230 cm (FOTO Néstor Kim)

¿Mirón? ¿Estación de paso? Figura al margen,
sin cuerpo, invisible; el lugar, vacío;
solo mirar, entonces como ahora.
Peter Handke, Ensayo sobre el lugar silencioso

El siguiente texto, más que como nota crítica, sirve de complemento a la exposición Inhabited, de la Galería Bode en La Habana, curada por Liatna Rodríguez y Lars Bode, abierta en el espacio de Infraestudio, en la calle 17 e/ N y O, El Vedado. Esta muestra reúne a los artistas cubanos Alejandro Alonso, Alejandro Campins, Laura Carralero, Osvaldo González, Luis E. López-Chávez, José M. Mesías, Linet Sánchez, Ezequiel O. Suárez e Infraestudio.

I

Hay un poema de Philip Larkin que habita en una casa vacía. Miramos a su espacio y se aniquila el vacío (¿el poema?). Obsesionados en creer que damos vida con nuestra presencia a los objetos de esa casa, objetos que además, por alguna extraña razón, sentimos que en nuestra ausencia (sin la lectura) nos extrañaban. Pero luego sentimos que tal vez hay algo que se nos escapa, una relación entre ellos y el vacío, y que la sombra que los cubría determinaba un lenguaje que nos excluye. O más ilusamente, podemos llegar a sentir algo peor: que esos objetos quizás no existían antes de nosotros mirarlos.

En el fondo sabemos que no es la “triste” soledad de esos objetos en la casa vacía lo que Larkin nos muestra, sino la nuestra.

Entonces uno se detiene ante el poema para buscar un poco más, excavando en el fondo de cada palabra; repasa de nuevo, mentalmente, toda la imagen que Larkin ha colocado en nosotros, esperando que suceda eso que Georges Didi-Huberman llamaría “una aparición”, y entender si, a través de ella, tenemos alguna posibilidad de existir en la imagen que inevitablemente se nos escapa una y otra vez.

Volvemos a leer:

La casa es tan triste
La casa es tan triste. Se queda como la dejaron,
adaptada a la comodidad de los últimos que se fueron
como para incitarlos a volver. No obstante,
privada de nadie a quien agradar, se marchita,
sin ánimo para superar esa ausencia

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e intentar un nuevo comienzo,
cuando apuntó dichosa a cómo deberían ser las cosas
y falló estrepitosamente. Ya ves lo que fue:
mira las fotos y los cubiertos.
Las partituras en el taburete del piano. Ese jarrón.

Continuamos obsesionados en lo mismo: en cuanto hacemos acto de presencia borramos la posibilidad de esa “aparición”, de entender algo más allá de los objetos, de habitar un espacio sin matar su vacío. Pero no podemos ver esto. Pareciera que ese paraíso de vacío y objetos solo puede existir cuando sobramos, para engañarnos y sentir solamente que ese sitio –y sobre todo sus cosas– “nos extraña”. El misterio entre vacío y objeto, la posible imagen de un lenguaje entre ellos, nos resulta inalcanzable, porque aún seguimos apuntando desesperadamente a lo que es “una casa”, una y otra vez, y por siempre somos ajenos de lo que escapa de nuestra mirada aun siendo parte, aun dentro, sobre todo se nos escapa eso que en el poema dice “falló estrepitosamente”: nosotros.

La soledad que rodea a los objetos de la casa del poema es como nuestra nostalgia por habitar un espacio, un ojo que tal vez ya nos ha abandonado para siempre, eso a lo que queremos volver y que sentimos nos espera, uno o varios objetos, una casa, un país, un lugar que nos contenga, pero que, al mismo tiempo, por ausencia o por descuido o cobardía, acabamos espiando por temor a quedar sustituidos, olvidados.

II

Esa necesidad de que al menos un espacio y un objeto nos espere son los huecos que llenos de dudas habitamos-deshabitamos (habitación, casa, ciudad, país), son la proyección de un gran vacío, y a esos huecos se llega de diferentes maneras con la misma angustiante mirada de un único ojo.

El acto de mirar a estos huecos, ya no solo vaciados de objetos sino de figuras humanas, es el acto del que husmea detrás de una puerta, hurgando desde un lugar donde se cree que se está dentro (en lo habitable), pero también afuera, en un espacio sin vida, vaciado (lo inhabitable), deseando que algo en esos espacios nos reconozca, como lo siente el lector del poema ante los objetos que ve.

Insistimos en “una lectura” que nos lleva a perder vista, porque queremos “una realidad” que nos incluya tal como vemos “una metáfora” que nos incluye en el poema. Solo se quieren ver las fotos, las partituras, un jarrón, pero en otro lado, lejos de lo obvio, hay rostros fantasmales detrás de los objetos, evitando lo plano, que nos sonríen con cinismo ante nuestra pérdida de visión. Se busca un espacio físico que nos habite con la mirada perdida y desesperada, en caída plena, tragados por la insistencia en eso que creemos es el camino a “cómo deberían ser las cosas”.

III

Esta manera de espiar en toda imagen nos persigue. Ahí está en un cuadro, en una película, incluso en una pequeña luz en lo oscuro. Nuestra animosidad de habitar sucede como una invocación, un acto religioso en silencio, inconsciente, cargados de una alta variedad de obsesiones.

Esta idea de querer pertenecer es como nuestra reacción ante diferentes imágenes de extrañeza que son solo observadas para descubrir o tratar de encontrar en ellas alguna forma precisa. En el caso del poema, la imagen de extrañeza ocurre en un espacio ordenado, en una arquitectura perfecta, dentro de ese equilibrio que imaginamos o percibimos como “casa”.

¿Cómo sería esto en un lugar arruinado, donde ya no habita nada, donde se declara lo inhabitable?

En una ruina, en un lugar abandonado, en un espacio vaciado de los objetos ordenados de una casa, en cuanto se mira, se busca apuntalar el ojo en algo que ofrezca un orden, para que exista una historia de los restos.

Todos hemos mirado un piso cuyas losas fueron cambiadas, o destruidas, o mezcladas unas diferentes y nuevas con las originales viejas; hemos descubierto capas de pinturas de diferentes colores en las paredes; nos fijamos en los huecos de las paredes o en los trozos de concreto que cuelgan desde el techo, todo para reconstruir un caos, para organizar un espacio cuya disposición se ha escapado de su armonía original y que al parecer ya no se podrá volver alcanzar. En fin, para organizar la imagen de “una casa”.

Pero no puede existir una complacencia por la ruina si se parte de lo que fue el proyecto arquitectónico original. Mario Praz se refiere a este supuesto gusto por las ruinas como una contraparte de la arquitectura, es decir, a la observación de la ruina de manera “feliz”, cuando en su ensayo Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales nos dice que “el gusto por las ruinas es un abierto rechazo de la idea de la arquitectura como expresión de una ley permanente de armonía”.

Nos complacemos por un segundo en la imagen de una ruina porque queremos insistir en organizarlo todo de una manera, como niños que forman figuras de animales que conocen en el caos sin sentido de las nubes.

Pero aquí los espacios arruinados nos cercan cada vez más para hacer de nuestros rostros formas corroídas, deshechas, objetos que se desfiguran. A medida que crece nuestra obsesión por un espacio, por su orden, por una casa, se va desvaneciendo nuestra silueta.

IV

El poema de Philip Larkin podría ser visto también como la imagen de “una ciudad amurallada”, organizada para que en su centro se sienta el impacto emocional de lo asfixiante que puede ser el protectorado de un país, de una ciudad o de una casa, de vivir contenidos en un espacio-mapa, rodeados, uno rodeado, cubierto con la mirada de su único ojo lleno de delirio; un país, una ciudad o una casa, metáfora de hospital psiquiátrico, donde las fronteras-muros-límites se ocupan de sistematizar la aparición de nuevos espacios vacíos.

Aquí todo es un objeto museable, mapa viejo que da una información obsoleta, objeto vencido, donde se encuentran ausentes las nuevas áreas inhabitables habitadas. Todo es una pequeña ruina manuable, la posibilidad futura de caer adormecidos en alguna estructura, adormecidos ante formas de colores, donde se peca de admirar al colorido sin percibir que la caída está enlazada a una imagen repetitiva que, al mismo tiempo que la miramos, nos paraliza.

Aquí todo incomoda, quizás del modo contrario a la imagen del poema de Philip Larkin. Incluso en la pulcritud y la luz de unas escaleras se muestra ese malestar, como si detrás de ellas estuvieran ocultas también las sonrisas cínicas de unos rostros que no vemos, aun burlándose de nuestra mirada conforme, de pensar que esa estancia de paz y luz no es igual de angustiante, que en esas escaleras, bajo ese brillo, se está mejor. Sabemos que hay algo siniestro detrás de ese brillo, de aquella luz, en la pulcritud del centrado hospital psiquiátrico, en el olor químico que tanto nos recuerda lo enfermo, lo moribundo, la soledad. Esta luz, este brillo sería la incomodidad que sentía Junichiro Tanizaki ante la obsesión occidental por lo limpio en su bello ensayo El elogio de la sombra:

Los instrumentos quirúrgicos no deberían tener ese brillo metálico o esa blancura uniforme, sino unos tonos más oscuros y suaves. […] Si detestamos ir al dentista, en parte es debido a la repulsión que nos inspira el ruido del torno al taladrar el diente pero también a nuestro horror ante la profusión de instrumentos de cristal o de metal brillante.

V

Al filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel le angustiaba ver ruinas habitadas en Italia porque pensaba que el hombre se había instalado en un espacio en el que no debía estar. Es una molestia silenciosa que invade, porque en realidad ante ellas notamos que el poder de la naturaleza ha hecho ceder a la obra del hombre; de ahí que Simmel escriba en su texto “Las ruinas” que esto “produce una tragedia cósmica que, así lo sentimos, arroja a las ruinas a las sombras de la melancolía”.

Por esto aquí, donde se mezcla lo habitable con lo inhabitable (y no ya los objetos y el vacío de la casa del poema) podríamos sentir la angustia de Simmel, porque eso que tal vez llamemos “la ruina natural de una construcción” no sería en este caso propiciada por la naturaleza sino por el hombre; como dice Simmel, “desde el punto de vista del fin que el espíritu quiso dar al palacio o iglesia, al castillo o pórtico, al acueducto o columna conmemorativa, la ruina no deja de ser un accidente absurdo, un sinsentido”, y es este absurdo el que nos habita aquí mientras observamos obras que declaran que nuestra casa, ciudad, país, se ha convertido en un espacio decrépito donde habitamos en lo inhabitable.

VI

Nos dejamos engañar por ciertos brillos o destellos.

Podemos invocar estas ideas al llegarnos visiones de lo que podría ser algo aparentemente nuevo, cuando en realidad todo está reconstruido para salvar la verdad de nuestra única mirada, y lo hueco sigue estando ante cada nueva pulcritud puesta sobre cualquier lugar arrasado. Aquí, cuando se sospecha algo regio y lleno de esa paz de templo budista, realmente se esconde el mismo deterioro de una misma historia.

Aquí todo lo hemos enredado. Lo ruinoso con lo nuevo; la luz con la sombra; lo que nos habita con lo que nos declara inhabitable.

Habría que establecer un link, una idea de semejanza entre lo que vemos. Habrá que encontrar “el misterio” en cada imagen, encontrar un nexo que, como bien dice Georges Didi-Huberman acerca de la exposición Atlas, hecha a raíz de sus investigaciones sobre Aby Warburg, “no es un nexo basado en lo similar, sino en la conexión secreta entre dos imágenes”.

Aquí se estará preso entre dos espacios-imágenes, detenidos en una instancia (habitación, casa, ciudad, país) que se precipita a caer pero que nunca cae, a vaciarse sin que termine de hacerlo, a dejar todo en silencio pero donde aún se escucha el zumbido de un sonido que nos adormece.

Aquí nos detendremos a mirar y no nos veremos porque estamos ausentes, ni una sombra proyectaremos ya. Nuestros rostros han sido borrados mientras seguimos buscando desesperados una casa como la de Larkin, para levantar la nostalgia de un espacio por ella, un espacio de paz, solos y detenidos en unas iluminadas escaleras, o perdidos en los “mapas” de una ciudad sitiada que nunca lo ha estado, en unos bellos colores que nos hipnotizan y tragan, eternamente parados al otro lado de la puerta de esa imagen de una casa, recreando dentro los posibles objetos, en nosotros instalado para siempre un espacio vacío como mejor representación de nuestra historia, ya sin fuerzas suficientes para abrir la puerta y entrar a formar parte de lo que realmente hay dentro.

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