El largometraje documental La opción cero (2020), de Marcel Beltrán, inaugurará el IV Festival de Cine INSTAR, con su proyección en el Centre de Cultura Contemporánia de Barcelona (CCCB) este lunes 4 de diciembre. El viaje del evento comienza con una película sobre travesías, trashumancias, éxodos y naufragios en tierra firme.
Esta obra en concurso se exhibirá el jueves 7 de diciembre en la Maison de l´Amerique, en París. El viernes 8, podrá apreciarse en la Cinemateca Brasileira, en São Paulo, y en la Florida International University (FIU), en Miami. Se proyectará tambiéne domingo 10 de diciembre, jornada final del evento trasnacional, en el Centro Cultural General San Martín, en Buenos Aires.
La opción cero compite por los premios del Festival, pero otras dos películas de Beltrán han sido incluidas en el programa de Presentaciones Especiales, que busca expandir las cartografías del audiovisual contemporáneo. Casa de la noche (2016) y La música de las esferas (2018) estarán disponibles para los públicos cubanos en la plataforma Festhome, desde el lunes 4 hasta el domingo 10 diciembre, entre 10:00 de la mañana y 12:00 de la noche, y se proyectarán, además, el sábado 9 de diciembre, en la Cinemateca Brasileira de São Paulo.
En estos tres títulos se bifurca la mirada del cineasta, a manera de sendero fractal y proteico. Sus exhibiciones en la cita fílmica de INSTAR resultan en una especie de breve pero cardinal antología personal, que pone de relieve uno de los corpus fílmicos más llamativos de los últimos años en Cuba. Con Beltrán converso sobre las motivaciones, procesos, claves y resonancias de sus películas.
Aunque La música de las esferas está protagonizada por tus padres, su historia y su amor, ¿pudiera también considerarse una suerte de “autorretrato” audiovisual indirecto?
Sí, efectivamente. La música de las esferas es un autorretrato. Está clarísimo. En el cine contemporáneo la autorreferencialidad ha ganado muchísimo espacio. Durante la pandemia todos pensábamos que de alguna manera el cine se iba a desplazar hacia el reflejo de todo aquello que estábamos viviendo, y no fue así. Hubo un auge de una especie de “tercera ola del cine autorreferencial”, que además estuvo muy apoyado, por supuesto, por el uso del archivo. Eso creo que sí era previsible.
La música de las esferas era un regalo que en cierto modo yo me hacía a través de mis padres, con mis padres, pero en el que yo y mi hermano, Darío Beltrán, no íbamos a aparecer directamente en pantalla, viviendo las peripecias y cuestiones que plantea la película. Esa nunca fue la idea, desde el inicio, desde el primer inicio.
Ese fue un proyecto que hubo que ir trabajando poco a poco, lentamente, sobre todo con mis padres. Recuerdo que la primera nota era algo así como emprender un viaje con mis padres por aquellos lugares que marcaron su relación de pareja y a los cuales no querían regresar, a los que no habían regresado en mucho tiempo o nunca más habían regresado.
Fui poco a poco trabajando con ellos. Me miraban con caras de “no le entendemos el sentido a esto”, pero compartía con ellos las buenas noticias en términos de financiación de la película, y se alegraban por mí. Al final, cuando gané el fondo de DOCTV y la película fue totalmente posible, dijeron: “Bueno, aprovechamos para ver a la familia, para revisitar estos lugares…”.
Hay una cuestión clave aquí: yo nací en Moa [provincia de Holguín; nororiente de Cuba], mi hermano nació en Moa, y nunca habíamos regresado allí. Imagínate este asunto de haber nacido en un lugar que está en tu propio país, pero del cual no tienes ninguna noticia, no conoces absolutamente nada. Esa era para mí una motivación muy fuerte: estar en ese espacio y recorrerlo con ellos, a través de ellos. Y así fue, afortunadamente.
Entonces la película fue recorriendo Moa; después, San Luis, la ciudad natal padre: después, La Habana, Santa Clara. Yo soy una especie de testigo de lo que está aconteciendo, que atraviesa el relato de ellos de una manera un tanto transversal. Porque, aunque la película propone cierta continuidad, no se trata de eso. Son varios tiempos a la vez. Puedes estar habitando un presente que en realidad es una especie de pasado y que ya no se refiere a ellos sino a mí. Nunca pienso en esquivar alguna cosa, te soy honesto, pero sí tenía claro que la película no podía tratarse de mí; no era mi visión de esto o aquello. Ahí surgieron las primeras vicisitudes.
Cuando llegó el momento del montaje apareció una cuestión no menor relacionada con el punto de vista de la película. Quién miraba, quién era testigo de todo eso, cómo se explica lo que pasó, quién asume, en cierto modo, la responsabilidad de contar esto. Por supuesto, era yo. De modo que ahí aparece la narración en off.
Era algo que francamente no había considerado en ningún momento; desde los primeros bocetos argumentales, nunca aparecía una voz que narra. Ahora, no es que la voz sea posterior, o una solución de montaje, no se trata de eso; no fue tan simple. Eliseo Altunaga estuvo acompañando todo el proceso, desde antes de rodar, y ya me había comentado que podía suceder. Porque todas las problemáticas por las que atraviesa la película: el racismo, la situación familiar muy difícil con mi abuelo, que nunca conoció a mi papá… Mi papá está ahí; ya mi abuelo no está. ¿Quién se hacía cargo de todo eso? Evidentemente yo, y eso hice.
En ningún de mis proyectos anteriores aparezco como narrador. No fue nunca una solución. Te repito: no estaba intentando evitar un modo que me parecía demasiado recurrente en el panorama contemporáneo, como es el cine autorreferencial, que cuenta con una voz que explica y conduce por el relato. Pero nos convencimos de que en este caso no había otra solución. Hay algo que cambió un poco el panorama de la película: la muerte de mi papá.
Nosotros terminamos de rodar sobre febrero, y ahí editamos, tuvimos un corte, y, claro, la película cae en otra estación cuando la enfermedad de mi padre empieza a agravarse. Entonces, imagínate, él hizo su transición, y ahí hubo un aprendizaje muy grande para mí en términos de la relación con la película. Porque las imágenes eran las mismas y a la vez eran diferentes. Había cambiado el modo en que yo interpelaba esas imágenes. De modo que la película volvió a montarse. Ahí me involucré como editor: empiezo a hacer una especie de luto. Ahí se confirmó la necesidad de la voz.
Quizás era la última marca que necesitaba la película como una especie de autorretrato desplazado: yo reflejado en el otro. Todos esos asuntos están muy sumergidos, son muy sutiles, porque son ellos los que aparecen en pantalla. Pero concuerdo contigo en que hasta cierto punto se trata de mí. Recuerdo que mi papá me hizo varios comentarios cuando vio un corte de la película. Las referencias que él tenía eran sobre todo con la manera en que estaba contando la historia. A él le parecía que no era importante incidir en temas que ya había superado de alguna forma, espiritualmente. Entonces hice lo posible por complacerlo. Me parecía importante, pero se trataba también de mi herida. Y la película era una especie de flecha clavada en la familia, que percibía mucho, y tenía que salir.
La dimensión íntima presente en La música de las esferas contrasta por momentos con infinitudes simbolizadas por el propio universo que tu padre escudriña. ¿Quisiste con la película establecer alguna relación entre la historia personal, los hechos “mínimos”, y los “grandes relatos” históricos?
Hay por supuesto varios niveles. Estamos en el marco de la vida íntima, de lo más simple. Este mundo pequeñito de la pareja es el más importante, porque al final es una historia de una pareja que supera una gran dificultad en términos familiares. Al final se trata de cerrar la puerta, y ahí estás a solas con tu pareja. Esa es la dimensión del tiempo que a mí me interesaba, como hijo que mira a sus padres y tiene una necesidad de registrarlos como una memoria. Estoy muy contento de haber filmado esta película por esa razón.
Trajo muchos dolores de cabeza, sobre todo familiares, como te puedes imaginar. Pero cada quien es dueño de su opinión y que cada uno piense lo que quiera y lo que pueda; pero no hice la película para atacar ni para defender. Fue simplemente una necesidad muy grande de tener este retrato de la historia de la relación de mis padres, que viví desde lo íntimo como hijo. Y esa es la perspectiva de la película: retratar no lo externo sino lo interno. Claro, lo interno es una consecuencia de todas estas cuestiones que siempre estuvieron totalmente silenciadas. Entonces estoy inmerso siempre en este juego de la relación entre ellos, lo micro con lo macro, que es lo familiar. Y por supuesto eso tiene implicaciones [relativas a] la conformación de nuestra identidad como cubanos, en las propias vicisitudes del país en torno a temas como el racismo y la estigmatización por tu condición racial o lo que sea.
Hay un juego ahí muy delicado, muy pequeñito. Soy consciente de que hay elementos que están cifrados, que son solo para mis padres; otros son para mí. Hay otro relato, digamos, con el que puede quedarse todo el mundo. Ha sucedido mucho que a la salida del cine alguien se acerca, me da la mano, y dice: “Tu mamá es muy valiente, tu papá es muy valiente. A mí me sucedió lo mismo”. Sabía que estaba tocando una fibra muy importante, y eso era, en definitiva, lo relevante al hacer una película que se quiere compartir con los demás. Pero sí hay cosas mínimas cifradas que se relacionan con ese mundo interior de mi papá, que en cierto modo es el contrapeso de una cosa tan (no sabría ni cómo llamarle)… de tan poco interés para nosotros, a nivel espiritual dentro de la familia, como el asunto que compromete en sí a la película.
No podía filmar una película que de alguna manera tocara ese punto neurálgico de la relación de ellos, convertirlo en el punto más importante del relato. De modo que me concentré también en dejar una huella del mundo esotérico que ellos comparten. Tampoco insistí demasiado; podía haber ido algo más lejos.
Casa de la noche está filmada en 16 mm y marca un territorio formal muy diferente al resto de tu filmografía. ¿Cuán decisivo fue el empleo de este formato para construir una poética visual como la de esa película?
Casa de la noche es una película que se hizo en procesos muy diferentes. No tiene la voluntad, la historia, el recorrido de las otras películas, que han sido más de tener una idea, escribirla, filmarla y después montarla. No. Casa… empezó por el final. Lo primero que hice fue el último plano, con la bandera cubana. Estaba en Canadá, en la residencia de cine experimental que organiza Phil Hoffman en su Film Farm en Mount Forest. Alrededor de la residencia solo hay campos, vacas y menonitas, y no sentía que fuera interesante para mí. Empecé a buscar alguna idea.
Siempre uno encuentra una bandera, algo cubano, cuando se viaja. Y me propuse hacer una superposición; o sea, filmar con un rollo, rebobinarlo, filmar de nuevo y empezar a sobreponer imágenes. Ese fue el punto de partida de la película. Filmé la bandera, después un perro, una cerca, después filmé un fuego, entinté la película, le apliqué un proceso que se llama tinting and toning, le apliqué bleach. Apliqué varias técnicas para jugar con lo que proponía el taller y salí con ese material que aún no era Casa de la noche, para nada.
Le cogí el gusto y fui acumulando material poco a poco; pude filmar con una Bolex; salí por la ciudad, filmé otro poco. Hoffmann está muy relacionado con esta película; no solamente por la Film Farm, sino porque, en 2010, fue mi profesor de cine experimental en la EICTV [Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba)], y después seguí asistiéndole en las ediciones posteriores de estos talleres en la Escuela, de modo que los hacíamos juntos.
Aprendí a revelar de manera artesanal, a hacer un montón de cosas que después me he dedicado también a enseñar, y vino la película como una acumulación de material. Casa de la noche es de 2016, exactamente el año en que estaba editando La música de las esferas. Son dos películas emparentadas por mi papá, por el proceso de su enfermedad. Tomé un poco de distancia de La música de las esferas, cuyo título inicial fue “Manos de padre”. Dejé ese material ahí por un tiempo, pero me quedaba la intención de hacer una película con mi padre, que siempre estaba lleno de ideas e inquietudes: se sentaba en la computadora y organizaba unas películas que quería filmar. Siempre fue muy inquieto. Él estudió pintura en el ISA [Instituto Superior de Arte de La Habana], pero se graduó con una obra performática que empleaba el sonido y otros elementos. De alguna manera el cine un tanto experimental, fantasioso, era algo que le interesaba mucho. Yo tenía todo ese material. Mi padre comenzó a perder la voz, y un día se levantó perfectamente bien y nos propusimos hacer algo. Se sentó en el sillón a mi lado, escribimos el texto, y él lo leyó. Grabamos y, a partir de ahí, empezamos a componer algo con estas imágenes. Me sentaba en la computadora, editaba… Y salió muy rápido porque todo el material ya estaba filmado. A partir de ahí llegamos a esa composición, un poco hablando de La Habana con esta suerte de personaje sutil que va atravesando con la voz estos muros.
Te adelanto que en este momento estoy más cerca de procesos más parecidos a Casa de la noche que a las otras películas, en cuanto a escritura, filmación y edición. Ahora mismo tengo muchos deseos de filmar, trabajar en películas, y de alguna manera me estoy organizando para que sea así. La opción cero tiene que ver con Casa en la noche no por el soporte, sino por el carácter de la película. Es probable que vengan más películas así pronto. Vamos a ver.
Creo que Casa de la noche sublima una voluntad cine-ensayística que se aprecia en buena parte de tu obra, incluso en ficciones como La nube. ¿Habrá otros proyectos que tributen a este modo audiovisual más arriesgado?
Te acabo de responder esa pregunta con la anterior. Efectivamente. Siempre está la dificultad de filmar. Hay una cuestión relacionada con lo digital –perdona que me ponga medio profesor–, pero, bueno, es la cosa del contexto. La era digital prometió que todo iba a ser más barato, y ya sabemos que no es así. Filmas en 8K, 16K, y es carísimo. No hay dónde conseguir película virgen para los talleres de Super 8. No hay en ningún lugar. Toda se ha vendido. Kodak va a sacar ahora al mercado su cámara de Super 8, que estuvo engavetada durante seis o siete años. Hay laboratorios alemanes fabricando película.
Todo ese mundo regresó; pero lo más importante no es precisamente lo que cuesta, sino la estructura mínima que hay que tener para conseguir película, los químicos… tener un lugar donde revelar todo. Después de la transición de mi papá, he estado tratando de filmar con película [celuloide]. Aunque tenía el freezer lleno de rollos, y tenía cámaras, no era pertinente, tenía que forzar demasiado mi realidad. Apenas tenía espacio para los libros y para mí mismo entre todos los libros; imagínate hacer ahí un laboratorio, filmar con película. Era muy complicado, muy complicado.
Entonces creo posible que en este momento pueda enfrentar proyectos de ese tipo. Siempre he intentado mirar hacia lo digital con una cierta perspectiva analógica, considerando la cámara digital como algo analógico, intentando tener un resultado que de alguna forma sea único, algo que nunca se repetirá, que tiene una marca, una mancha, una intención o forma de mirar, escudriñar, de intervenir, que provoque cierta identidad de la cual carecen las cámaras digitales contemporáneas.
Entonces, trabajar con película te regala esto. Siempre estás a merced del error, del fallo, de las marcas; incluso si revelas de manera artesanal quedan las huellas digitales grabadas en la propia película. Todo eso es un mundo que me interesa mucho y en el cual se trabaja prácticamente solo. Hay varios proyectos, varias ideas que he estado pensando en estos años, porque La opción cero es de 2020. No he estrenado ninguna otra película. Tiene que ver con el nacimiento de mi hijo Santiago, que ahora tiene dos años y un poco, con otras circunstancias: me han sucedido otras películas. Pero, en paralelo, he estado organizándome para poder activar otra vez ese mundo de trabajo con lo analógico, con el revelado artesanal, tanto en 16 mm como en Super 8, que a mí me interesa muchísimo.
La opción cero propone quizás el primer resumen o sistematización fílmica de los archivos generados por los miles cubanos que emigran ilegalmente a través de las rutas continentales americanas. ¿Qué procesos “curatoriales” emprendiste para construir esta película? ¿Y qué presupuestos éticos manejaste para estructurar una tesis personal, pero a la vez validar la multiplicidad de voces involucradas?
Esta es la pregunta de un crítico. No hubo proceso curatorial; no me manejé de esa manera. Pero te voy a contar cómo fue el proceso. Creo que te va a ser más más útil así, porque no lo he pensado en esos términos. Tendría que reflexionar al respecto, y no lo he hecho.
La opción cero es la película que te encuentras; no la que estás buscando. Son dos cosas diferentes. Estaba en el festival de cine de Panamá y, de pronto, una amiga me dice: “Ayer estuve hablando de ti porque cerca de mi casa hay un grupo de cubanos; no sé muy bien qué hacen, pero están en el patio de una iglesia”. Me llamó mucho la atención. Le pregunté si me podía llevar. “Sí, claro, es muy cerca”.
Fuimos y, cuando pasamos al patiecito de este sitio de Caritas, me encuentro con que había trescientas casas de campaña. Para mí fue totalmente alucinante. Me puse a conversar con ellos, a entender qué hacían ahí, pero en ningún momento se me había despertado el interés de hacer una película con eso. No es que llegué y dije: “Oh, aquí hay una película”; para nada. Estaba sobre todo conmovido conmigo mismo, porque no sabía nada de eso, absolutamente. Hoy es bastante claro; está en las redes sociales, en YouTube, en todas partes.
En ese momento no era algo obvio. Había escuchado que hubo una crisis en Costa Rica, pero no lo había visto. Tuve la oportunidad en ese momento, y mi primer impulso fue interesarme, entender. Había embarazadas, ancianos, un poco de todo. ¿Cuáles eran las circunstancias? El gobierno panameño había cerrado las fronteras solamente por los cubanos; se había creado una situación de hacinamiento muy fuerte, y esa gente estaba ahí en una especie de limbo, esperando.
Terminé con el festival y me fui a Cuba. Regreso y empiezo a estar en contacto con ellos. Ellos usan Facebook, una plataforma en la que no me muevo mucho, pero reabrí mi cuenta, y me empiezan a mandar audios. Ahí está el germen de la película, en los audios que me mandan. Audios, mensajes de texto, imágenes. “Mira, aquí estoy yo, por aquí subí, por aquí bajé”, describían.
Hay un momento en que me dicen: “Nos van a transportar de este campamento a otro”, y eso llevaba como siete días. Tenía que decidirme a regresar para filmar o simplemente lo dejaba pasar. Evidentemente, compré un ticket y regresé a Panamá. Me quedé en el campamento con ellos, como un migrante más, a vivir ahí, a pasar las horas.
Los dispositivos eran muy simples. Una cosa que comprendí muy rápido es que no era una película donde yo me veía rodando con un equipo de diez personas, una cámara muy grande y sonido. Era cuestión de ir con lo que tenía a mano. En ese momento era una cámara fotográfica de turistas, una Panasonic muy simple, pero que tenía un lindo sensor y una linda lente. Era de mi padre, por cierto. También tenía una grabadora zoommuy simple. Una sola batería, una sola tarjeta. La batería se descargaba en unos veinte minutos; tenía que cargarla, vivir un poco con ellos, después volver a filmar. Ellos me miraban como si yo fuese un migrante más. Apenas creían que estaba rodando una película. Incluso los policías me miraban y no hacían nada. Porque no tenía ningún aspecto de cineasta.
Entonces, conscientemente, intenté obtener la mayor cantidad posible de horas de registro de lo que implicó el viaje para ellos. Son imágenes extremadamente fragmentadas porque están atravesando una selva, y la batería no alcanza. Entonces filman diez segundos, después quince segundos, no mucho. Entonces, diez o quince segundos de cada uno, y de otros que me compartían [imágenes]. A veces no se sabía quién había grabado.
La propia distorsión de esos teléfonos –que en ningún caso eran iPhones u otros modelos de una gama alta–, la pixelación de las imágenes, me ayudaba a garantizar la privacidad de las personas, la cuestión de los rostros, de los permisos. Empecé a ver en esto un camino estético: jugar con esta pixelación, con esta degradación de la imagen, con esta porosidad, con la precariedad del propio recorrido.
Entre ese archivo, ese presente, y los audios, sentí que estaba la película. Son como varios niveles, igual que sucede en La música de las esferas. La película en realidad es estática; propone el acompañamiento de un no-tiempo, de un limbo en que ellos están esperando a ver qué sucede, hasta el último momento, en que los montan en un bus y se van. Yo me quedo; ellos se van.
Después la película se mueve y el viaje ocurre solamente a través del archivo. Es como un pasado, algo un poco ilusorio. Están viajando, pero nunca en el presente. Están viajando solo dentro de los teléfonos celulares. Está, por supuesto, la dimensión de Cuba, que era la otra cosa curiosa. Tú entrabas en ese lugar con las trescientas casas de campaña y escuchabas Radio Reloj; la gente jugando dominó, y todo el mundo hablando de “Cuba, Cuba, Cuba”. Era muy fuerte tener esa conciencia de salir de un país y, de alguna manera, sentir que sigue estando contigo. No te ha dejado atrás.
He pensado un poco en lo que escribió George Didi-Huberman sobre que el hombre se mueve por necesidad o por deseo, y cuando se mueve por necesidad su cabeza sigue estando en el pasado. Eso [explica] conceptualmente lo que era este efecto migratorio en la película.
Lo otro interesante tenía que ver con el propio registro, porque los migrantes siempre han intentado dejar una huella, raspar una pared y escribir sus nombres. Esto es así desde los marineros fenicios, me imagino. Hay registros así en Cuba; los propios piratas dejaban sus nombres en los muros. En este caso es lo mismo. Pero lo peculiar aquí, en comparación con otras películas sobre la migración árabe, africana, donde ya aparecía el dispositivo celular, son las transmisiones en vivo. Muchas veces no grababan para tener memorias, sino que empleaban el teléfono como un mecanismo de defensa, para decir: “estamos vivos”, “estamos aquí”, “estamos atravesando la selva en estos momentos”. Sentí a los que estaban del otro lado, siguiéndolos, protegiéndolos, dándoles ánimos.
Esto es muy, muy delicado, porque detrás del hashtag no hay nada. No estás viendo a migrantes. Se articulaba algo muy extraño, muy impersonal, con algo que era profundamente personal y, por supuesto, me tocaba… Después decidí que la película no debía concentrarse en nadie. No debía tener un protagonista claro, seguir a alguien durante ese viaje, sino algo un poco más difícil: que de alguna manera retratara una situación. Y estaba yo ahí con mi pequeña cámara siguiendo todo esto.
Otra vez aparece de alguna manera la voz. Ellos se refieren a mí en toda la película. ¿Quién filma esta película? ¿Quién está detrás de la cámara? ¿Por qué quien está detrás de la cámara va, viene, está…? De nuevo me tocó decidir si entro o salgo. ¿Me comprometo o no? Los audios son para mí, aparece mi nombre. Los mensajes de texto también. Ahí decidí que una vez más no iba a aparecer de pronto mi voz. No era posible en este caso, pero sí podía usar esta especie de narrador silente que se formula al estructurar los mensajes que me mandaban a mí.
Se producía como un efecto de kintsugi, del borde de oro que une todas las piezas del collage. Siempre hablamos de la película, en términos creativos, como algo roto. Yo decía: “Hay que hacer la película, terminarla; después romperla”. La película son esos fragmentos otra vez pegados.
He sido muy respetuoso, lo sigo siendo, sobre todo en cuanto a la distribución, porque todas esas vidas están ahí, y siguen envueltas en las vicisitudes que la película expone. He sido muy celoso con el recorrido de la película, porque sé que compromete vidas y destinos.
La opción cero, creo, también plantea y, de hecho, se erige sobre la dicotomía entre las maneras de concebir y construir el relato histórico cubano contemporáneo. ¿Pudiera hablarse de esto como una constante discursiva en tu filmografía más reciente?
Hay una consciencia del microrrelato, que de alguna forma se posiciona como lo relevante frente al macrorrelato, el discurso social, el oficial. Y esa parte me interesa como contexto, pero para terminar contando la historia pequeña, invisible, menos visitada, o simplemente la que no aporta a ese gran discurso de construcción social donde todo el mundo aporta. No. Se cierra la puerta; está la intimidad, y ahí sucede algo que para mí es casi siempre lo más importante.
Claro que contar eso ofrece una manera alternativa, un poco marginal, que funciona como mecanismo de evasión de ese gran discurso. El discurso oficial cubano es de los más fáciles de rebatir, porque es como una ficción otra, paralela. Pero, en el caso de otras ficciones, que también se convierten en discursos [oficiales], pues funciona igual.
Creo que, en la intimidad, cuando está el ser humano, con la puerta cerrada, pasan cosas… y esas me interesan mucho. Claro que, para hacerlo notar, probablemente, necesite siempre tener del otro lado esa gran épica despersonalizada, en la cual el individuo no es notado. La respuesta que te daría es un sí rotundo, en tanto tu pregunta es sobre todo una afirmación.
Excelente y amena entrevista. Marcel es uno de nuestros más talentosos y honestos cineastas. No he podido ver «La opción cero», pero «La Música de las esferas» es una de mis películas favoritas. Querido Marcel, mucha buena estrella en todos tus planes y proyectos.