Pedro Álvarez
Pedro Álvarez

Hay tantas razones para considerar a Pedro Álvarez un “hombre nuevo”, que resultaría imposible tratar de enumerarlas. Los filósofos se encargarán algún día de esa tarea: por lo pronto, vuelvo a lamentar su muerte y a adelantar un par de opiniones sobre su vida y obra.

Como pintor de nombre genérico, Pedro se me antojaba un clon socialista; lo imagino todavía como lo vi la última vez en la galería Gary Nader: vestido de caqui, con espejuelos de armadura Dorticós, ponchando la tarjeta en el reloj de la Fantasía.

Cronológicamente, es un caso típico: nació en el 68 y murió en 2004, sin alcanzar a ver el crepúsculo de los muñequitos –el tan esperado that’s all folks en la voz gagueante de Porky Pig: su vida es un subconjunto en el conjunto mayor que representa el eón castrista, y todo su ser, de principio a fin, cabe dentro de los límites ontológicos de ese evento.

“No conoció nada más”, diría un cubano de Miami: por muchos viajes que haya dado, por muchas universidades que haya visitado, el límite impuesto a su cono de luz le escamoteó el más allá –“la Cuba que reía”, la que pintó en insuperables lienzos–, aunque no pueda impedirle ser visto, incluso por generaciones futuras: su obra es la expresión acabada de nuestro tiempo y testimonio de los que, como él, nacieron y murieron con un nombre común en una era común.

La primera impresión que nos deja su vida es la de haber transcurrido en un escenario de los muñequitos, desplazándose a la velocidad de la luz entre la Cuba del Período Especial y un país de las maravillas situado en los antípodas de La Habana: en sus cuadros los extremos se tocan.

El socialismo, ya lo sabemos, produce hornada tras hornada de artistas, aunque sea incapaz de producir otras cosas –y Pedro Álvarez fue el artista arquetípico. Los Winston Smith del socialismo, tras ser expulsados de la realidad histórica, devienen anticuarios de la memoria: en cuanto a los Pedros Álvarez, expulsados, además, de la realidad real y no sólo de la histórica (un país donde la revolución se vuelve permanente carece, por principio, de la última), serán los parias de un tiempo unidimensional, como el del cartoon.

Nuestro hombre nuevo, impedido de manejar otros materiales (económicos, digamos, el Ding an sich), aplicará la tecnología del saber adquirida en la academia de arte hacia lo impalpable y subjetivo. El estado “artístico” es, entonces, el estado natural del hombre socialista, exento de obligaciones materiales, –en su caso, las instancias superiores han decretado que no las tenga– pues la prohibición de la realidad “real” es el primer decreto de un totalitarismo.

Tampoco deberíamos apresurarnos a concluir por ello que el hombre nuevo desarrolla una espiritualidad superior: la espiritualidad, para no malograrse, necesita, paradójicamente, de una relación saludable y actualizada con la realidad de la materia y las relaciones de producción que se deriven de ella en cada momento histórico. Las sociedades avanzadas producen hombres multidimensionales, las subdesarrolladas no. Los nombres lo dicen todo: Gustavo, Winston Smith, Iván Denísovich, Pedro Álvarez.

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Al contrario del arte producido por otros fascismos, el nuestro –a causa del ingrediente de “ligereza y abandono” implícito en la interpretación que Occidente dio a “lo cubano”– no llegará a figurar como denuncia en el catálogo razonado de los crímenes del siglo, sino, arbitrariamente, como testimonio de una felicidad: la fruición que produce la misma persona del hombre nuevo devenido creador, el producto acabado de un relevo de paradigmas.

El artista, como “producto” del socialismo, es quien imprime a su creación ese elemento frívolo inherente a cualquier mercancía. Después de todo, la sociedad socialista logró que el votante, el esclavo y el ciudadano alienado del capitalismo se convirtieran, en masse, en productores de arte, y esa “plenitud” renormaliza, a los ojos del consumidor occidental, la acusación implícita en la obra del artista –al tiempo que degrada la invectiva (cuando apunta al régimen) o la confesión (cuando el crítico muestra sus propias heridas) a un simple juego, a una queja pueril, a una especie de “ahí viene el lobo” inconsecuente.

La culpa del malentendido la tiene, en última instancia, el mismo artista: él (no su obra) es la encarnación de un contrasentido imposible de aprehender por el outsider. Su éxito, su independencia, las marcas de su estilo, el hecho de que se exprese con tanta habilidad y fluidez en el lenguaje artístico contemporáneo, se representa, a los ojos ávidos del coleccionista, como apetitosa encarnación del Capital –si bien de un capital amasado en “riqueza artística”–, aún cuando en sus parábolas y retruécanos el pintor delate un panorama de terror y grisura, de desconfianza y opresión, que refute sus propios presupuestos estilísticos.

Utilizar los medios “fríos” del arte capitalista para expresar el horror “caliente” de un fascismo contribuye a la confusión y el desplazamiento del sentido. Y el artista, siempre alerta a las fluctuaciones del gusto, terminará adoptando la perspectiva del marchante: su obra hablará, “a la ligera”, de los peores crímenes.

Digámoslo de una vez: los pintores cubanos han sido obligados por el público de la galería capitalista a callarse la boca para no alarmarlo con sus quejas. El que conozca al marchante norteamericano que compra y colecciona arte cubano, sabe que ese mercader está situado en el reducidísimo margen de los inversionistas, o en la fracción demográfica más reducida de la élite académica, mediática e intelectual: entre ellos, lamentarse en público es considerado de mal gusto. Así que nuestro pintor, obligado por los imperativos mercantiles, aprende a decir que se trata sólo de un chiste –de un sarcasmo, a lo sumo– enunciado en el small talk común entre gente de clase. A su obra empieza a tratársela como una broma, jamás como una denuncia, y en ningún caso se la equipararía con la crítica de un Beuys, un Kiefer, un Basquiat o un Guayasamín.

Estamos listos, ahora, para imaginar el caso frecuente de un dealer que invita al artista cubano –un miembro de la academia o del consejo de directores del museo que lo expone– que sea, al mismo tiempo, apparátchik de alguna iniciativa “latina”, o de uno de los innumerables proyectos para la propaganda del “arte del barrio” en Estados Unidos, obligado por el sistema de becas y subvenciones a presentar su mercancía como arte povera y, al mismo tiempo, como muestra palpable de la “riqueza artística” de que es capaz el sector marginado que él representa. En este panorama ideológico irrumpe nuestro artista –un artista que (incidentalmente) cumple con (por lo menos) dos de los prerrequisitos liberales: ser vagamente “latino” y parecer vagamente marginado (aunque, en el caso de Pedro Álvarez, las clasificaciones resulten inadecuadas, por tratarse del abanderado de una herencia figurativa acendradamente europea, agraciado, para colmo, con un nombre de conquistador).

De cualquier forma, la fluidez extrema y la patente arbitrariedad de las taxonomías culturales que categorizan lo “latino” en los Estados Unidos, permiten pasar gato por liebre y vender a Pedro (o a Toirac, o a Kcho) por lo que no es. El artista cubano llega, entonces, cargado de enormes riquezas, y el burócrata “latino”, que se ha pasado décadas insistiendo en que esta es, precisamente, la “riqueza” que vindica la ficción socioeconómica (empobrecida y desheredada) que él “representa”, reconoce allí la doble oportunidad de probar su tesis y de pagar las deudas: el pintor cubano trae de su isla pobre más riqueza artística que toda la que ha producido el arte “del barrio” y el arte “latino” en múltiples generaciones, y lo que es crucial, del tipo de patrimonio que el burócrata de los programas de estudios latinoamericanos puede transformar, casi alquímicamente, en dólares contantes y sonantes.

Evidentemente, el vernissage donde se promueve la “abundancia espiritual” del fascismo cubano no es la ocasión de insistir en el mensaje político (y políticamente incorrecto) derivado de una pericia técnica que atestigua, “felizmente”, todo lo contrario. Sería mucho pedirle a un público entrenado en pensar a Cuba como isla bienaventurada, que hiciera la distinción política entre los medios y el mensaje.

Además: este tipo de arte, que las galerías de Soho y de Los Angeles desean, es tratado con la misma reverencia que el arte de los blancos, pues no viene lastrado por condicionamientos “étnicos”. Ni el fenómeno de mercado, ni el fenómeno social que, a partir de los noventa, provocó la invasión de artistas cubanos en Norteamérica, ha sido analizado correctamente –quizás porque las conclusiones que se desprenden de tal análisis, a nivel local, resultarían poco halagadoras para la nomenclatura latina de las artes.

He mencionado dos:

  1. Se trata, en definitiva, de una conquista del arte europeo y norteamericano, a través de su enclave cultural cubano, disfrazada de “aborigen” y “folclorista” por curadores mañosos.
  2. El burócrata “latino”, interesado en celebrar la “riqueza” artística de los cubanos de la Isla, olvida –a la hora de efectuar las conexiones lógicas– que el “boom” del nuevo arte cubano está sospechosamente emparentado con el “milagro económico” de los inmigrantes de Miami. Lo “exitoso”, en ambos casos, sería característico de lo cubano en sí, antes que de lo latino “para nosotros”.

Podría citar otras. Pero, volviendo al asunto de las interpretaciones: incluso la crítica de Joseph Beuys se entenderá más fácilmente en Estados Unidos por estar situada en un marco de referencias que resulta familiar al militante de la academia. Pedro Álvarez, por ejemplo, habló de un fascismo real, pero el malcriado de Basquiat se llevará siempre la palma. La denuncia de Basquiat no se refiere a un gueto situado en el lejano barrio de Cayo Hueso, ni a un lavado de cerebro que apunta a una educación guevarista, sino a la violencia física y mental de las calles de Brooklyn o el Bronx. La efectividad del discurso político está garantizada por la misma maquinaria que hace inteligible un detergente o una marca de cigarrillos. Una denuncia tiene sentido, únicamente, si viene inscrita dentro del sistema de signos de las sociedades industrializadas y sólo si se refiere a los lugares canonizados por el “uso” –los lugares comunes que Norman M. Klein, en The Vatican to Vegas, ha llamado scripted spaces.

Si nos aproximamos a la estética de Pedro Álvarez, veremos enseguida que sus muñequitos son anteriores a la animación japonesa, al reino ilustrado de Miyasaki, ajenos incluso al universo de Nintendo y de PlayStation: se trata, evidentemente, de “muñequitos republicanos”. Su paleta pertenece al catálogo de la Sherwin Williams y sus bosques y grotos han sido coloreados por duendes protestantes. Tampoco el dibujo abandona nunca el élan romántico: su San Alejandro es un retiro campestre para pioneros bañados en aguarrás.

En cuanto a sus yuxtaposiciones, diríase que tienen algo de forzado, y no porque las realidades separadas a que aluden sean irreconciliables, sino porque su relación “natural” ha sido negada. Las relaciones históricas “contra natura” son el tema de las apropiaciones artísticas de Pedro Álvarez: un conflicto entre lo que Cuba es (una comarca de lo norteamericano) y lo que se pretende que sea (los antípodas de lo norteamericano) que viene dada en sus cuadros como tensión dialéctica. A nivel del cómic, lo cubano y lo norteamericano se confunden: son términos concomitantes, o por lo menos (Pedro lo expone en el lenguaje de Lewis Carroll) co–posibles.

La promiscuidad cubanoamericana de sus imágenes resulta difícil de aceptar al principio, para luego revelarse como absolutamente necesaria. (Un Chevrolet del 59 estacionado frente al castillo Falkenstein, ¿existirá algo más lógico?) Sus comentarios parecen transgredir siempre alguna ley, algún principio de realidad: un tabú impide que la cohabitación “natural” de lo cubano y lo norteamericano se realice. De manera que arribamos, en su obra, a lo natural por lo antinatural –por el cómic, por la realidad “animada”– aunque la animación de esta relación debió haberse dado primero en la naturaleza.

Sus cuadros cuentan la historieta de un niño que, como el Hansel de Grimm, escapó de la jaula donde la bruja le proveía comida, uniforme y salud gratuita mientras lo engordaba para el sacrificio. Que una pieza como Al socialismo debemos hoy todo lo que somos (1994) haya alcanzado precios surrealistas en el mercado de imágenes –que ese cuadro amargo cuelgue en los salones donde se beben cócteles y se comen bocadillos– debió ser, para un introspectivo como Pedro Álvarez, un error que emula su propio sarcasmo. Su Historia fue a parar, por arte de magia, al cajón de la historieta –al catálogo de las fábulas inconsecuentes para consumo de la crítica. Así, su muerte temprana resultará doblemente trágica: porque, como al Pedro del lobo, no lo creyeron, y porque su obra terminó siendo utilizada como argumento de la viabilidad mercantil del mismo orden que impugnaba.

Si retrasáramos los pasos del éxodo de artistas y regresáramos al big bang que los lanzó a los cuatro vientos, llegaríamos al punto cero de que habla Pedro –al momento de la Creación– y entonces veríamos la infinita, casi inconcebible riqueza del país de las maravillas. Allí nos aguarda la punta del arcoiris –el 31 de diciembre de 1958, alrededor de las doce de la noche, a caballo entre el Ser y la Nada–. Como exige la fábula, la bruja mandó a sus pájaros glotones y no hay regreso posible.

Así lo declara, en su poema “Mao”, el poeta Carlos A. Aguilera:

enemigo radical de y enemigo radical hasta–
que destruye el campo: “la economía burocrática del arroz”
y destroza el campo: “la economía burocrática de la ideología” con sus paticas un–2–tres

En The Uses of Enchantment, Bruno Bettelheim descubre, en el cuento de Hansel y Gretel, el primitivo temor a morir de hambre (avaricia infantil por acumular alimentos; instinto de “llevarse a la boca”), y concluye que la salvación, en ese mito, viene dada por “un deseo de volver atrás”. Es la misma dinámica que reaparece en el arte del Período Especial, y que en Pedro Álvarez se manifiesta como un regreso nostálgico a la era del Chevrolet y la República encantada. Así, su arte deviene el síntoma de un infantilismo de la economía política.

Las migajas derramadas indican el camino de regreso, o la dirección de la flecha del Tiempo –una flecha negra, porque apunta al pasado. Nuestra hambre será saciada en la cocina materna, en la patria recobrada. El Éxodo, consecuentemente, representa el instante inflacionario de máxima dispersión: Fernanda Decleva Caizzi describe la época en que Ptolomeo VIII expulsó de Alejandría a las profesiones ilustradas como el momento en que “they scattered over the cities and islands to produce a renaissance of cultural life”, y apunta que, en tales circunstancias, “nothing remains, but the subjective”.

Otra coincidencia: Pedro es el segundo niño que se precipita al vacío desde una ventana; la primera fue Ana Mendieta, la Gretel perdida que buscó en el suelo cubano el vestigio de sus propias huellas. Pedro podría ser su Hansel –o su Peter Pan, si ese nombre no tuviera las connotaciones macabras que comporta para el Exilio histórico–. Pensemos, entonces, con infinita compasión, que Pedro entró en el “más allá” –en el reino encantado de la “Cuba que reía”– por la ventana que Ana dejó abierta.


* Este texto fue publicado originalmente en la revista Encuentro de la Cultura Cubana, en 2006.

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NÉSTOR DÍAZ DE VILLEGAS
Néstor Díaz de Villegas (Cumanayagua, Cuba, 1956). Poeta, editor y ensayista. Fue estudiante de arte, pasó por la cárcel en Cuba, y emigró en 1979 a los Estados Unidos. Ha publicado varios volúmenes de poesía, recogidos todos en Buscar la lengua (2015). Fue el fundador de Cubista Magazine (2004-2006). Su más reciente libro, Poemas inmorales (2022), ha sido publicado por la Editorial Pre-Textos. Reside en Varese, Italia.

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