Julio Galán fotografiado por Juan Rodrigo Laguna, 1992 (detalle)
Julio Galán fotografiado por Juan Rodrigo Laguna, 1992 (detalle)

Estoy en Ciudad de México frente a cuatro cuartillas escritas con estas ganas: ese espacio mínimo donde no se toca el pulgar con el índice

Cierro Whatsapp. Hablaba con una fanática de Julio Galán sobre mi segunda visita al Tamayo. Regresé a la exposición de Julio, estuve entre los payasos de Rondinone y disfruté mejor que la primera vez de los dos videos de Nan Goldin. Demasiada gente en el Tamayo. Ese mismo día también fui a ver los videos de Bill Viola en el Ex Teresa. De eso hace tres meses. O más.

Cuando tú te has repetido a ti mismo que no vas a escribir más de ninguna exposición, porque eso ya no te importa, es muy raro escucharte decir: a lo mejor me pongo a escribir de exposiciones. Le he llegado a decir a Orlando Hernández que me parece muy bien que escriba de arte sin caer en las ridiculeces de una crítica de arte. Pero Orlando escribe otra cosa. A mí sobre arte ya no me interesa escribir. Decía yo casi siempre.

Entonces, de momento me veo en Ciudad de México frente a cuatro cuartillas escritas con algunos espacios en blanco. Aunque pudieran tener su orden son más bien notas sueltas sobre una exposición que realmente me ha gustado. Las leo una vez. Y otra. No es solo que lo que estoy leyendo haya cogido un rumbo que no me gusta nada, sino que me recuerda a uno de aquellos trabajos leídos en la asignatura de Crítica de quinto año de Historia del Arte. Hace veinte años ya. Aquella profesora de Crítica y su arrogancia y ningún libro que sirviera a sus espaldas.

La laptop estuvo unos días sin encender. Lo entendí como una delicadeza que me hacía la mismísima laptop porque no tenía ganas de seguir escribiendo sobre la exposición del Tamayo. De Bill Viola si ya no iba a escribir nada. Aunque hoy creo que es mejor exposición y aunque no diga aquí el porqué. Al tercer o cuarto día la laptop encendió. Como tantas otras veces. Abrí una carpeta del escritorio y me puse a leer unos poemas que había empezado a escribir a mitad de la pandemia. Las cuatro cuartillas y sus espacios en blanco ni las abrí. Uno de esos días de pandemia Abel Arcos me dijo que escribir un libro de poemas sobre la pandemia era una ridiculez. Le dije que nadie le había dicho que eso era un libro sobre la pandemia. Pero igual tampoco seguí escribiendo aquello. Son solo seis poemas. Tienen delante una página inicial donde está escrito El Carmelo. Como si fuera un título.

Hoy sigo sin ganas de escribir una línea.  Cuando yo llego al punto en el que estoy ahora cierro el Word que sea y lo guardo. Pocas veces lo borro. Y casi no lo leo. Pero llevo más de dos meses en que algunos días leo un poco esas cuartillas. Las releo una vez. Otra. Y aunque siguen sin gustarme las voy a publicar. Donde están los espacios en blanco voy a poner los seis poemas que se me aparecieron cuando aún pensaba que a esas cuatro cuartillas con sus espacios en blanco yo podía darles otro giro. Uno de los seis poemas dice que de eso convertirse en un libro de poesía parece no apuntar hacia un buen libro, que son páginas también escritas sin ganas. Ahí fue que apareció la idea de unir lo apático. A lo mejor esta especie de cadáver exquisito tampoco apunta hacia una buena lectura. Los poemas los voy a poner en un menor puntaje. Aunque no hablo mucho de los dos videos de Nan Goldin te dejo claro que la exposición de Julio Galán sería otra cosa si no entraras adentro de lo que te cuenta Nan. Ese texto que escribí después de mi segunda visita al Tamayo, ahora con algunos poemas sueltos, a la deriva, empieza así:

A Ugo, Nan y Julio los conocí pasando hojas de revistas (hay una movida queer en el Tamayo)

La primera vez que vi un payaso de Ugo Rondinone pensé que la escultura era un hombre disfrazado, un performance sobre el aburrimiento. Tal vez el hombre a cada rato cambiaría de posición. Era un payaso con la barriga afuera y los ojos cerrados tomando una siesta en el piso frente a un espejo. Había algo inquietante ahí a nivel de atmósfera, pero igual no me interesó mucho. Era la página de una ArtNexus, creo. A mí los payasos en general me interesan bastante poco. Si me ronda el fetiche sobre las payasadas del Banana Man de Mike Kelley o el Painter de Paul McCarthy es porque soy un fanático de Mike y de Paul. De Mike más. Çon el tiempo vi otros payasos de Rondinone. Para ese entonces ya sabía que eran esculturas. Igual el reconocible estilo del artista suizo con su largo etcétera de soportes seguía sin cautivarme, tanto sus archiconocidas y enormes piedras calizas como sus reiterados arcoíris (es que con los arcoíris tengo, más o menos, casi el mismo aguante que con cualquier tipo de payaso).

En el 2017 estuve por primera vez en New York y no tenía idea que Ugo Rondinone era el marido de John Giorno. Cuando abrías la puerta de mi Airbnb chocabas de golpe con un letrero enorme que rezaba en mayúsculas: “I 🖤 JOHN GIORNO” y debajo: “Ugo Rondinone”. Esperé a mi último día en New York para ver esa muestra que solo me tomaba cruzar la calle.  I 🖤 JOHN GIORNO hizo que casi perdiera mi vuelo de regreso a Miami. Volvía y volvía a entrar a una inmensa videoproyección donde Giorno recitaba en toda su santa majestad. Tampoco paraba de descolgar los teléfonos que homenajeaban la clásica acción de poesía pública Dial-a-Poem. Estuve largo tiempo leyendo los poemas que corrían en pantallas y oyendo en audífonos cómo sonaban los poetas que en su momento Giorno había convocado. Ese homenaje de Ugo al declamador de Thanx 4 Nothing me hizo volver los ojos a sus payasos inertes y pensar.

Ugo Rondinone
Ugo Rondinone

La primera vez que vi una fotografía de Nan Goldin fue el día que abrí The Ballad of Sexual Dependency. El papá de una amiga tenía el libro de fotos de Nan junto a un grueso catálogo de Anish Kapoor, uno de Basquiat y algunos otros que él disponía bien ordenados como si fueran un centro de mesa. Esos libros que no se tocan. A los dueños de mesas como esas siempre les ronda esa postura bastante patética de conocedores de arte. Hojeé mucho The Ballad of Sexual Dependency. Nunca en presencia del papá de mi amiga.

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Ese libro desde la portada, con esa foto archiconocida de Nan y su amante en la cama, abre un camino hacia la intimidad de un modo fríamente descarnado. Hay otras camas en ese libro, camas de yonquis, camas vacías. Fotos que dialogan con entornos y personajes al borde de la vulnerabilidad y que cuentan historias diversas desde el ojo de Nan. Ese ojo que siempre anda involucrado en captar la puesta en escena correcta te deja claro que ese libro es un espacio inagotable para la confabulación. Esta mujer se acercó a sus amigos y cambió la perspectiva de la privacidad y del tono de la confianza, donde la pose es una actitud que revalora lo documental y lo pone en sintonía con un diario de años. Fotos de abrazos, de flirteo, de libertinaje, de la misma Nan mirando a cámara después de una golpiza, son ejemplos de un obturador que transitó de lo indie a ser hoy un ojo clásico.

La primera vez que escuché el nombre de Julio Galán fue hace años a través de una pregunta bastante simple: ¿Tú nunca has visto un cuadro de Julio Galán? No –dije yo. Creo que a ti Julio te podría gustar mucho –me aseguraron. Demasiado enfático.

Bien que podrías haber empezado el 27 de abril ―me digo
A escribir este libro sobre tu garganta―me digo
Llevas un buen perro ahí, solo, más perros.
Y me cito: perros raros y solos junto a la sensación rara, solo como un perro, muy solo, pensaba yo.
En todos los libros saco a relucir a los mismos perros. Como a esa gente de allá abajo. La gente de El Valle.
¿Y no te pasó antes por la cabeza escribir este libro? ―me digo
¿Cuánta de esa gente habrá empezado a leer un libro a las 13:40?
La gente son un vecino con la cabeza hundida en el motor de un Oldsmobile y otro vecino con la cabeza en el mismo motor. Ladrando los dos hermanos mecánicos. Raros y solos. Un poco de sangre. Olor a sangre, mejor.
A las 13:40 poder escribir: Bien que podrías.
Escribir un libro ―me digo
Pongo la fecha en negrita, porque aunque es un libro de poemas me digo que es un diario al fin y al cabo, un diario reseco por:
Mira, por estas ganas (ese espacio mínimo donde no se toca el pulgar con el índice).
Ahora es exactamente las 13:55 y estamos en la zona de El Carmelo.
Ahí andas escribiendo en un post it:
― ¡Pssshh …no te vayas!
Desde aquí yo no veo aún a ningún asesino (y de pronto suena bien confusa aquí la palabra asesino), no se ve a ningún asesino desde este balcón años cincuenta, donde lo mejor que se ve, en todo su esplendor, es la torre de una iglesia muy conocida en la zona de El Carmelo, donde lo mejor es tragarme la lengua ―me digo.
Sin decir casi nada. Una primera página que no dice nada de nada, un mal poema ―me digo.
(Bien que pudiera volver al asesino. Digamos que es un asesino en serie bien mediocre. Un corta gargantas. Colecciones de gargantas mal cortadas. Verte desangrado en un balcón de El Carmelo siempre pensé que me provocaría otra cosa ―me digo)

El Museo Tamayo une las poéticas de Ugo Rondinone, Nan Goldin y Julio Galán en tres curadurías diferentes pero que parecen estar sobre la dinámica de una exposición colectiva. Los nexos entre los artistas, camuflajeados en diversos modos de repensar al otro, van desde la desolación anímica a la opción de la mascarada. Se siente más a Julio como el centro de la asociación y a Nan y Ugo secundándolos en su biopic.

Ugo Rondinone con el texto love invent us desplegado en forma de arcoíris, justo encima de la fachada del museo, abre la intencionalidad de todo lo que se exhibe como si fuera una especie de consigna curatorial, ese énfasis que queda marcado en la diferencia y que aglutina las variables de lo expuesto. Rondinone también perfila la gama cromática del arcoíris en los cristales de la entrada del museo y en los tragaluces y ventanales que envuelven a su otra pieza: vocabulary of solitude. Ajusta así una sincronía que está planteada para que el reflejo de los filtros de luces se imante sobre los estados anímicos de los payasos que conforman vocabulary of solitude. El arcoíris ilumina de golpe a unos cuantos payasos o apenas lo roza. Así cuando caminas por el entorno de la instalación quedas bajo el misticismo decorativo con que te envuelve ese espectro de luz.

Nan Goldin
Nan Goldin

Hay una ironía un tanto perversa en los payasos de Rondinone, aunque de lejos aparenten el goce de una melancolía ecuánime. Cada escultura carga con la denominación de un verbo en presente y lleva las máscaras de unos rostros anónimos. Aparentemente pulcros. Un tanto magullados. Vetas de rasguños. El detalle de la máscara es vital porque suplanta al rostro en su totalidad. Muy ligeramente aprecias cambios en el rictus de la mascarada. Nunca sabes qué verbo se condiciona sobre cual payaso. Los semblantes de ojos cerrados van desde la complacencia a una mínima preocupación aparente. Se siente que no todos duermen y los que supuestamente crees que lo hacen parecen felices. Tal vez son esos los más cercanos a algunos de los verbos que habías leído en el statement: soñar, recordar, pensar, disfrutar.

Hay verbos que contradicen las acciones que expresan con la dejadez y poses laxas de las esculturas. Como si muchos de los verbos fueran expresiones que la máscara solo piensa. Caminar o comer, escribir o bailar son reflexiones que solo se mueven desde la postura del retraimiento y la inercia. Estar solo, desde la referencia paratextual, es el sentido inapelable dentro de la instalación. Vocabulary of solitude condiciona su discurso para que los verbos ser y respirar sean como los verbos comunes a todas las esculturas. Y es en esa estática de la pose de dos verbos que no dependen de esfuerzo alguno desde donde se activa el pensar en otros gestos. Pero sin llegar a rozar la mínima posibilidad de volverlos gestos en sí. Son demasiado la abulia y las ganas de nada.

La visualidad cromática de Rondinone desde el exterior del museo funciona con total acierto como envoltorio de presentación. Ya adentro creo que un solo payaso desplegado en la entrada rompe con la dinámica de diálogo del conjunto de payasos en el patio. Predice una visualidad que desde la dimensión museográfica no debió arriesgar el planteo de una escultura en solitario sobre la conmoción del conjunto. Lo transitable es mero concepto en la instalación de Rondinone y se resquebraja un tanto al contemplar el efectismo de una sola escultura, restándole eficacia al conjunto grupal de payasos. Precisamente seduce el camino hacia el universo de Julio Galán cuando llegas a visualizar la pieza de Rondinone en conjunto y captas esa instancia travestida desde la distancia. Ese travesti que en Julio Galán y Nan Goldin deja a un lado lo simuladamente festinado de la mascarada para volcarse en un homenaje mucho más personal de la alteridad.

Cuando se acabó Sound of metal sentí un medio rodar por una canalita.
Cuando él le dijo: Me salvaste la vida. Y ella le dijo: Me salvaste la vida tú.
Había ahí su Cosita Linda, no me joda.
Minutos después estábamos ante el cielo repleto de unas líneas blancas (yo no tengo la culpa de que en este paréntesis tú estés leyendo otros dos libros de poesía, de estar en París y de que el cielo este repleto de esas líneas blancas que dejan los aviones en París y de que cuando esos dos se dijeran aquello de salvarse las vidas hubieran estado aquí en París too).
Esas líneas blancas ya me dejaron al revés en marzo del 2017.
Por eso escribí que las líneas blancas eran como los pliegues del abrigo reversible XL que aún hoy me cuesta su buen trabajo llevar, pero yo me creo que manejo esos pliegues con swing, voltaje, garbo, desparpajo, a mi feliz aire. Un pliegue XL siempre es también una canalita. Lo que las canalitas en invierno no me son tan, tan determinantes.

Entrar a la muestra de Julio Galán es estar cara a cara ante los traumas de un niño que exorciza demonios sin ambages. Un niño que parece un vaso cuando se cae de una mesa. Y donde también se deja ver la mano de una mente miserable que dejó caer el vaso con toda la intención del mundo. Esos añicos son como el título que aglomera sus piezas: Un conejo partido a la mitad. Dos mitades de conejo no llegan a ser un rompecabezas. Pero bien que puede ser una imagen aplastante. Dos mitades muertas unidas a los añicos de un vaso.

Julio Galán fotografiado por Juan Rodrigo Laguna, 1992
Julio Galán fotografiado por Juan Rodrigo Laguna, 1992

Un conejo partido a la mitad es una historia de vida. Precisamente empieza con un autorretrato del pintor adulto y seguido viene casi la noticia de su nacimiento en el cuadro Mis papás el día antes que supieran que yo iba a nacer. Si estuviéramos enmarcando estas obras en el carácter de un aparente prólogo ya quedan un tanto al desnudo las visiones que complejizan el mundo interior del autor, el alegato hacia un ser trastornado desde las representaciones de ese yo niño, efebo y adulto. El niño en circunstancias más que perturbadoras es el actante principal de buena parte de la muestra y se nombra cual si fuera nombre propio en varios títulos: Niño en cama, Niño jugando con rayo, Niño adormecido por ti. Esa figuración cándida va saltando de cuadro en cuadro y deja al descubierto la conmoción por el abuso, el miedo y la necesidad del amparo. Ya el autorretrato de camino a la adultez se bifurca hacia una connotación más sociológica, más explícitamente sexual, donde el yo muta hacia la abierta representación del otro.

Mis papás el día antes que supieran que yo iba a nacer funciona como un cuadro iniciático no solo por la dimensión narrativa del suceso sino porque devela ciertos elementos que son consustanciales para detectar la autoría de Galán. La reiteración de signos en los cuadros del pintor durante los años ochenta es una condicionante fundamental para asentar el discurso de lo aparentemente biográfico. Ya sea con las escenas laberínticas o de encierro que funcionan como espacios para que se exponga el trauma infantil o en esa especie de necesidad por el grito. Galán es un niño que pide ayuda aun desde el sueño, rodeado de personajes que levitan, buscando la complicidad en aquellos que pueden acompañarlo en su herida. Desde esa misma pasión por aceptar lo cómplice se traviste ante los lentes de Graciela Iturbide y Juan Rodrigo Llaguno, esbozando detrás del disfraz a los personajes que más tarde veremos deambular en la pintura. La fotografía como boceto es una especie de compañía preliminar, un grito más amparado y consentido.

Tantos muertos y tantos palos y tantos Los Asesinos Happy y Monsieur Instagramer vigilando como un sabueso guayabito entre los muertos su revolu y algunos palos remendados porque es más bonito si el palo parece tonfa y que no sea palo de tronco y entonces vuelve este Monsieur Instagramer que aborrezco a incluir un hashtag que dice: #bolloinsular (no aborrezco tanto a Monsieur Instagramer como a El Mayor Asesino de Los Asesinos Happy pero lo aborrezco) y ojo con el palo que no es tonfa y que es ese palo de tronco porque es el palo de la verdad verdadera que es la sangre cruda resbalándose a borbotones y dentro de toda el asma de la patria paupérrima como una yagruma de parque municipal carcomida por el odio de pies a cabeza yo solo creo que me estoy enamorando de Adam Driver que se lanzó al mar hace solo unos pocos días y volvió a la arena hecho un centauro libre.

Adentro de Un conejo partido a la mitad los animales son una cuestión neurálgica. Son disímiles las escenas donde la religiosidad y el mito son el punto de atención narrativo y tienen al animal como coprotagonista del autor o son el centro de la narración en sí. Pudiera ser el oso el signo que activa la supuesta “violación” que aparentemente late en más de un cuadro, llegar a ser uno de los tantos sintagmas obscenos y reiterados de la memoria. Ese trauma también encuentra otro modo de exhibirse desde la muerte. Hay una compulsión hacia el sarcófago y la momificación en más de una obra que parece seriada. Y es justo ahí, en esa cita evidente hacia la mística egipcia, donde se pasea el gato a sus anchas. Más que palpables e irónicos son también los apuntes hacia la religiosidad cristiana. Al volcarse hacia el cristianismo expone lo mismo detalles del crucifijo como de la crucifixión en su santa majestad, hasta la representación del cordero como una de las claves del martirologio. Una pieza como Mientras me despierto, donde los apuntes a la mitología hindú se despliegan en el cuadro y el dios Rama arde en el infierno, es sin lugar a dudas una de las representaciones más potentes de la muestra. Son inquietante los puntos de atención que abre el cuadro desde el enfoque de la mirada, desde el perro al acecho que mira de reojo al espectador hasta el modo en que el efebo Galán hurga a través de una pequeña ventana y abre el cuadro hacia lo que queda escrito: Yo no me quiero ir …al más allá.

'Niño en cama', Julio Galán, 1983
‘Niño en cama’, Julio Galán, 1983

Casi todos los textos en los cuadros de Galán se mueven en una dimensión cercana a la desesperanza y al recelo por el amor. Buena parte de las frases se enuncian como súplica, una veneración por ese más allá donde Dios se muestra como una especie de interlocutor que no pasa de ser mero oyente, que no le brinda ningún tipo de salvación a la angustia. Tiene textos que arrancan cual axioma de intención dadaísta para volcarse en una loa hacia el infortunio y las ganas de aniquilar al otro desde la pulsión del deseo.

Así Galán lo mismo te deja claro que nadie está a su altura, ni Dios: Oye bien cabrón, que nadie de este mundo, ni tú, ni siquiera super super Supermán, que le pide a Cristo: Ayúdame, quédate conmigo. Contigo no tengo miedo. Ante fauces abiertas también te exhorta a no tener miedo y lo deja escrito. Esa dualidad entre la pretendida fe y la oscuridad que rodea otras tantas escenas son variables por donde deja correr intenciones diferentes del texto. Lees la historia del niño que quería tocar el cielo, que la única manera que encontró Dios para complacerlo fue llevárselo y por eso amanece muerto. Y al rato vas a leer, entre gatos momificados, una sentencia propia de la muerte: No entres pues te puedes quedar conmigo y aparte te odio. Como si fuera un suicida que en todo momento está desafiando a Dios y enunciando unas aparentes ganas de morir.

En la casa del vecino protestante sonaba muy alto: porque contigo vibro…y me vencen y dominan…lo que tus ojos me gritan…lo más grande y lo más bello.
Entonces como el indio laborioso que soy bajé el arco y lo volví a encerar porque es muy grande y bello que cuando uno esté emocionado se embarre las manos de cera. Fue mucha suerte encontrarme esa madera preciosa en aquel mercadillo. Y luego fue muy grande y bello que mi abuela me dijera que esa era justo la madera divina para mi arco.

Si volvemos al nacimiento del pintor en Mis papás el día antes que supieran que yo iba a nacer, caemos frente al síntoma del cuadro sexuado. Dos de los conceptos más latentes en la trayectoria de Galán son la evidencia de la herida, esa huella que se arrastra, y la irreverencia por mostrar una sexualidad sin cortapisas. Galán, mientras va creciendo adentro de la representación, carga con su trauma y lo reconvierte en imaginarios del bondage y la sumisión. Como si pasara del niño sumiso “castigado” a moverse en la versatilidad del que goza con la erotización de las ataduras de los collarines, arneses y los suspensores con dildos.

'Ya', Julio Galán, 1988
‘Ya’, Julio Galán, 1988

Una de sus figuraciones más interesantes es precisamente la que atañe a esa condicionante bondage más allá de los consabidos aparatos sexuales. Lo mismo desde la recurrencia a un tipo de cinta que bordea el cuerpo del protagonista sin apenas casi tocarlo, que desde la variante cinturón o de líneas abstractas que circunscriben el entorno de lo narrado.  Galán usa la cinta como una especie de signo continuo que va perfilando la intensidad del morbo en un plano más metáforico. Desde el inicio de la muestra, con su tratamiento simbólico en Mis papás el día antes que supieran que yo iba a nacer, activa con ella la condición del abuso. Aun cuando la ductilidad alrededor del cuello pareciera que no hiciera daño. Se acerca más a la condición de una especie de fetiche, una presencia que activa una asociación etérea, un daño físico apenas manifiesto.

Kiev
Todo el mundo me hacía en la casa de campo de mis tíos (Las Tunas).
Cuando yo fui por primera vez a Kiev.
Ni el más mínimo disimulo, ni guardarme ese viaje bajo la manga.
Pero mi madre le dijo a todo el mundo:
―Se fue así, de pronto,
sin ton ni son para Las Tunas.
Una semana.
O menos.
Siéntate.
Él no es de tragar mucha saliva en esa casa de campo.

Galán enuncia piezas como correlatos. Muestra los nexos con que aborda primero el abuso y luego el disfrute, dejando entrever la inversión de roles con los que juega a la sodomía. Mis papás el día antes que supieran que yo iba a nacer y Someone Else son dos ejemplos preclaros para advertir tal condicionante relacional en el tratamiento simbólico de la sumisión. Dos cuadros que están a una buena distancia museográfica y temporal pero que bien pudieran ser capítulos que se vinculan para desentrañar la personalidad de un biopic.

En Someone Else se potencia la mirada hacia el espectador con una imagen más críptica. Hacerte partícipe desde la mirada muchas veces es la intencionalidad en Galán. Especie de flirteo del dolor. En Mis papás el día antes que supieran que yo iba a nacer sí que nadie te va a mirar de frente. Es un cuadro donde el sumiso es obligado a agachar la cabeza, ojos cerrados. El síntoma en ambas piezas está en los modos de tensar o dejar la cinta laxa. La narración construye el afecto desde esa tensión. Metamorfosea supuestamente el amor de los padres en el primer cuadro en dos aves que unen los picos, como si se besaran, y quedan anudadas por esa cinta. Hay ahí una fascinación por el amor como una subtrama kitsch pero legítima, una confianza del amor parental que va a carenar en Someone Else cuando dos cisnes funcionen más como una especie de cita a la relación sumisa del dolor que a la subtrama amorosa parental. La relación en ambas piezas está dada precisamente en cómo la sumisión se activa como esencia del discurso y en como el amor queda desplazado a la remembranza y al recelo.

Someone Else es uno de esos cuadros que, sin llegar a tener un planteo sexual desorbitante, como Boxer Fighting with Roses o Know no End, se acerca a la intención de Arreglo sexual o Ya, obras que sin tener la carga simbólica de Someone Else están sobre la dimensión de lo inquietante y se enfocan tanto en el planteo de lo masturbatorio como en el exhibicionismo. Someone Else reivindica la esencia del juego de espejos al dilatar la narración hacia el espectador como participe. Es a ti precisamente a quien está mirando Galán. El escarceo se activa justo desde quien mira y desde ahí la intensidad del flirteo. Es la posibilidad de Galán de verse atado. El accionar de la cinta que, como en tantos otros cuadros, es un recurso pasivo. Un testigo a la espera.

Es como cuando a Julia Garner la llamaron el director y los productores de Ozark.
Julia se sentó y les dijo: Voy a morir, ¿verdad?
Lo otro fue escoger el vestido demasiado blanco y un disparo.
Talmente parecía sangre del mal de vivir sobre un pañuelo del XIX: toser sobre la batista, manchar el chantilly de sangre y esputo.
'Someone Else', Julio Galán, 1996
‘Someone Else’, Julio Galán, 1996
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