Mike Porcel

Este 29 de enero, con el eslogan demagógico, casi republicano, de “TODO EL ARTE NOS IMPORTA” (y les importa así, en mayúsculas), el viceministro de Cultura cubano Fernando León Jacomino celebró a viva voz en Twitter el regreso de un fantasma. El músico Mike Porcel, luego de cuatro décadas desterrado del escenario de la cultura oficial, fue recuperado de golpe en La Pupila Asombrada, ese brazo televisivo del MINCULT, y una simple mención del cantautor ameritó el alarde del viceministro, ahora de mente más abierta que un par de días antes, cuando secundaba a su titular Alpidio Alonso al frente de una turba represora.

Es así de bipolar la proyección del funcionario cultural cubano: el mismo personaje que violenta a un puñado de artistas e intelectuales, manifestantes pacíficos frente a la verja de su ministerio, es el que ahora, sereno y ecuménico, nos convida en las redes “a responder con amor”. Y es así de incoherente la política cultural del Estado cubano, incapaz de conciliar su aparente proyección humanista con una larga historia de censuras y vejaciones.

Los artistas cubanos no tienen institución que los represente, pues el ministerio que les corresponde opera como aparato represor. Los artistas cubanos no sólo deben preocuparse por la policía política, pues aquellos que existen para atender sus reclamos son también sus gendarmes: la primera línea de fuego y control.

Si ya está el Ministerio de Cultura, ¿para qué el Ministerio del Interior?

Así como desconoce a los artistas más críticos, los difama públicamente y los despoja de su condición, la institución cultural cubana también posee mecanismos para blanquear su memoria: un accionar complementario a sus constantes operaciones de secuestros y omisión. Puesto que existe y se norma la pulsión de borrar, debe haber un protocolo para la acción opuesta. El acto de restituir, de reponer, no representa un hecho de reparación y justicia; se trata, más bien, de una maniobra de encubrimiento.

A un año de la censura de Sueños al pairo, documental que codirigí junto a Fernando Fraguela, sobre la vida y obra de Porcel, Fernando León Jacomino ensaya su cinismo e intenta disfrazarlo de inclusión; un ardid que, por supuesto, no es suyo, como tampoco los golpes que propina sobre los rostros indefensos. El funcionario cultural cubano no tiene libre albedrío, encarna la voluntad del sistema del cual es instrumento. Se hace la pregunta del autómata: ¿cuál de sus gestos en verdad le pertenece?

¿De qué nos habla Jacomino cuando nos habla de “responder con amor”?

Si a un artista se le impide la salida legal del país, junto a su familia, violando su libertad de movimiento, durante un éxodo masivo, ¿a eso se le llama “responder con amor”?

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Si a ese mismo artista, relevante por sus composiciones, se le somete a un acto de repudio, y luego a una muerte civil que duró nueve años, imposibilitado de trabajar como músico, apenas en algunas iglesias, e incluso de asumir el exilio como escapatoria, ¿a eso se le considera “responder con amor”?

Y si a ese artista, finalmente emigrado, se le condena a décadas de olvido y censura, durante las cuales se graba su música, sin retribución ni consentimiento, violando continuamente sus derechos de autor, y de la nada aparece una película que reconstruye su historia y recupera su obra, y esa película termina prohibida por el mismo aparato cultural represivo, de censores intercambiables, ¿es eso lo que define “responder con amor”?

Lo esencial, para Jacomino y la institución a la que responde, no es el rescate de la obra de Mike Porcel, que hasta hace un año no les importaba y mantenían enterrada a conveniencia. Si les importara el rescate, hubieran exhibido el documental en sus festivales, incluso en la televisión. No habrían obstaculizado la distribución del filme mediante el secuestro de los archivos del ICAIC, que prometieron y luego negaron, en otro acto manipulador del patrimonio cultural de la nación.

Si fuera sincero el interés, dedicaran algún espacio televisivo o radial a rescatar las canciones de Mike, o a actualizar al público sobre su obra más reciente. No tendrían que utilizar, una vez más, a José Martí, ese eterno significante que, en manos del oficialismo, se transforma en excusa pueril, en estampita new age, como si quisieran borrar sus manotazos con un sardónico llamamiento al peace and love.

Porque se trata, siempre, del Apóstol, como el médium más conveniente para estas sesiones de espiritismo oportunista: Amaury Pérez reedita su disco con versos musicalizados de Martí del año 78, donde Mike fuera arreglista, orquestador y autor de un par de temas. El estreno de unos videos musicales relacionados con el nuevo álbum, productos audiovisuales que son obras maestras del kitsch y la bobera patria, en La Pupila… del insomne Iroel, provee la oportunidad de mencionar al defenestrado: dar fe de una política cultural benevolente.

Lo esencial para ellos, eternos lectores de El pequeño príncipe (cuando no de El príncipe, de Maquiavelo), es todo aquello que debe permanecer invisible a los ojos. Lo esencial es la omisión, el ocultamiento. La elipsis del horror que implica no asumir responsabilidad: no pedir disculpas. Y es que de eso debería tratarse, si me permiten citar el tweet del jacobino viceministro, cuando hablamos “de respetar y soñar con todos los buenos, en honor a Martí”.

El Ministerio de Cultura, en nombre del gobierno cubano, debería pedir disculpas a Mike Porcel, por todos los daños físicos y psicológicos provocados, por entorpecer y saquear su obra. Pero no sólo a Mike Porcel, sino a todos los artistas censurados, violentados, condenados al ostracismo o a destinos más terribles. Pero no sólo a los artistas, sino a todo ciudadano cuya vida se ha visto lacerada, agredida o limitada por la constante tergiversación y resquebrajamiento de su cultura, del patrimonio sensible de la nación.

Le cuento todo esto a Mike, quien recibe sin mucho asombro las nuevas noticias. Él hace años no espera nada de este gobierno. Que se disculpen, me escribe, “sería un acto de decencia, pero eso no existe para ellos; la disculpa oficial se la deben a muchos talentosos cubanos que ya han muerto”. Pienso en unos versos suyos: “somos dioses errantes, entre la impermanencia de un viento sordo que no oye nuestra queja; dioses perdidos, pero dioses al fin”. Le digo que pienso escribir este texto, y me pide, tácitamente, que no me busque más problemas de los que ya tengo. Me dice que está en deuda de gratitud conmigo, con Fernando, pero él no sabe que la deuda la tenemos nosotros. “Esa es la disculpa que me gustaría escuchar, a ustedes, a vuestra generación”, se despide. Y me envía su abrazo.

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