El rodeo
Un momento de la filmación de ‘El rodeo’, Carlos Melián dir., 2021

Llevo tiempo viendo cómo el cine cubano se enrarece. Hay una buena dosis de exilios en sus narrativas más interesantes de los últimos tiempos. Incluso una película como Buscando a Casal (Jorge Luis Sánchez, 2019) evidencia que hasta el cine del ICAIC se cura de realidad y abisma en la fantasmagoría y la incomodidad ante el sacrosanto ejercicio testimonial de los discursos maestros tejidos a partir de la década de 1960. Hay un no va más de semejante deber ser en el cine de Rafael Ramírez, Alejandro Alonso, Miguel Coyula, Yimit Ramírez, Luis Alejandro Yero. Cada uno a su manera, pone en crisis eso que con comodidad etiquetamos hasta aquí como “cine cubano”.

El rodeo se alimenta de ese hartazgo de la realidad factual. Carlos Amílcar Melián, su director, que filma y habla como un místico, y se deja llevar por una sensación de extrañeza envolvente, urde esta fábula como se narra un sueño. Lo irreal del mundo que este corto expresa va más allá de cualquier resorte de género, porque su deseo es poner en escena una blanda alegoría de una dimensión secreta a la que las películas cubanas apenas se asoman. A su manera, obedece a los mismos gestos de aquella oscura cabeza negadora de la literatura cubana que fuera Virgilio Piñera, quien, cansado del sol enceguecedor del trópico, se puso a mirar desde la sombra y descubrió un cosmos de infinita riqueza.

¿De dónde sale la historia para el argumento de El rodeo, cuáles son sus referentes?

Es bueno que menciones la palabra referentes. Si lo llevamos al plano de las ideas, creo que la historia de El rodeo nace precisamente de una economía de referentes. Pero más bien de una encerrona, o crisis, o asfixia de referentes. Por ejemplo, últimamente me suelo hacer la pregunta por la elección del marxismo como ideología personal. Me pregunto si es que muchas de las personas que se dicen comunistas en Cuba pueden decir que eligieron ser comunistas. ¿Consideraron alguna vez otra teoría o doctrina política? Creo que en Cuba hay muy pocas posibilidades de que esto suceda. Pero, ¿qué es considerar? No es solo mirar desde lejos. Porque mirar desde lejos es reducir, leer extractos, resúmenes. Considerar es habitar esa otra teoría, sentir simpatía, curiosidad. No hay otro modo de habitar que no sea de alguna manera perderse en ello, amar, apreciar algo, hasta que ocurre un hartazgo, una revelación, o desamorío, que nos saca de ese lugar. Así que elegir implica un dilema, una fiebre, una cierta pasión y luego una liberación, un desarraigo. Eso describe mis elecciones en El rodeo: es una experiencia que regresa de un hartazgo.

En esta historia específicamente hay un rechazo a cierto realismo ya establecido de fuerte vocación política. Escribir una historia siempre es para mí una lucha contra los referentes que percibo totalizan el arte; en este caso, se trata de eso que uno suele decir: no sé tanto qué quiero, sino lo que no quiero. Entonces la cosa está en que mis verdaderos referentes, los más cristalizados, son los que representan ese cine que no quiero hacer. No quiero hacer una película como Fresa y chocolate, ni como Camionero, ni como La obra del siglo, por hablar solo de películas que me gustaron, y que me parecen necesarias. Busco algo cuya complejidad no sea dependiente o subsidiario del teatro de operaciones políticas cubano. Y que su sabor lleve a una experiencia diferente.

Así que lo que hago es crearme una autonomía, una estructura que se crea libre –no me importa cuán inútil pueda parecer–, independiente de estas fuerzas de acción y reacción. Creo que eso está en todas mis pelis. En todas puedes sacar la historia y colocarla en otro país. Funcionaría igual. De ahí mi gusto por el policíaco, por el género fantástico, la ciencia ficción o la filosofía. En ellos el autor puede crearse un dispositivo independiente, pongamos que de laboratorio, puede trazar conjeturas, hipótesis, fundar de punta a cabo todo lo que sucede en la historia, puede administrar incluso el vínculo con la realidad real, puede matar a personajes históricos que siguieron vivos, y desenterrar a muertos. Se trata de eso.

Aun así, Los perros de Amundsen, de Rafael Ramírez, ha sido mi referente más poderoso últimamente, pero no por lo que expresa explícitamente, sino por la lectura esotérica que ofrece del cine cubano. Si miras desde la ventana de esa casa donde aparece un personaje esquizofrénico, podrías notar que no existe un cine cubano, salvo la obra de Jorge Molina, que sea un bestiario de criaturas cuyo ensimismamiento las vuelve universales, sin un grado alto de dependencia temática del legado político. No sé si me explico. Lo que me emociona de esta perspectiva es que después de esa peli, si se lee bien, si se comprenden sus ecos, hay una invitación a poblar un gran solar que permanece vacío.

El trabajo a cuatro manos con Juan Carlos Calahorra en el guion, ¿nace de tu necesidad por sumar a la puesta esa dosis de “documentalidad” a la que por tu obra anterior estás menos habituado?

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Mi trabajo con Calahorra nace, en este caso, de que estábamos trabajando juntos en otro proyecto, esa es la causa superficial; las causas de origen son inseguridades que tengo como guionista. Desconfianza de mí mismo, problemas no tanto de conexión con mi bola luminosa sino con el modo de expresar eso que siento que emana de ella, que es muy complejo y que no tiene forma, y que si cobra una forma se empobrece. Por otra parte, cada vez confío más en el beneficio de esas inseguridades y aprendo a usarlas, porque de eso se trata, de aprender a usar las inseguridades. Algo así como: “ay, no estoy seguro de que me guste decir esto así o asao, porque se parece mucho a este lugar común que es el cine multipremiado de fulano, o las ideas de mengano…” Hay que ir más allá, o hay que retroceder para no dejar huellas.

El deber de un director es lograr una congruencia en la obra. En mi caso, es congruencia conmigo mismo. La razón es puramente pragmática: porque cada idea debe ser defendida en el rodaje. Si hay emergencias mientras filmas se pondrá a prueba tu pertenencia con cada idea de la peli, y eso te permitirá a ti tomar decisiones extremas. Esto es: si conoces la función de cada idea, podrías defenderla en caso de que a alguien le moleste. Este principio es muy poderoso. Yo he defendido ideas porque sí. Y lo he dicho con tanta seguridad que no me han refutado. Cuando uno defiende una idea porque sí está apelando a la bola luminosa.

Pero también hay zonas donde cabe argumentar. Recuerdo bien que en El rodeo había ideas que alguien propuso desechar y quien las defendió con más vigor no fui yo, sino la fotógrafa Lena Hernández. Cuando esto pasa en un rodaje hay que premiarse, porque no me sentí tan solo. Yo sabía el propósito de esa idea, pero me distraje de mí y casi se pierden si no fuera por ella. Lena nos explicó cuál era su función en la historia, y nos convenció. Y me hizo retornar a mí. Estaba conectadísima, sin yo darme cuenta había llegado al fondo de cada idea, y eso me demostró que eran ideas que podían ser comprendidas.

Pero vuelvo a por qué de mi colaboración con Juan Carlos. Considero que en ello se cristaliza algo del cine que me gustaría hacer. Esta nace originalmente porque me gustó cómo él llevó visualmente El Evangelio según Ramiro, específicamente su capacidad de convertir una imagen en una metáfora precisa, que tribute al discurso, incluso más al discurso que a la historia. Este poder de síntesis tan cinematográfico es lo que más valoro de su documental. Porque además, en Juanca no hay parecido a nadie. En El Evangelio… lo que más me vale es su manejo preciso de la puesta en escena. O sea, su teatralización, por llamarlo de un modo que implique un total control sobre lo que ocurre en el plano. Eso está en sus otras películas: Autorretrato con árbol y Lejos dentro de mí.

El rodeo me pareció siempre muy teatral, muy ficticio, muy de puesta en escena. Lo sentía –ahora lo noto– como una de esas representaciones del nacimiento del niño Jesús que se colocan en las iglesias durante navidad. Quise montar una recreación sagrada inventada de punta a cabo, donde en vez de recreaciones humanas en yeso o plástico haya personas reales. Hay planos ahí que para mí parecen pinturas naifs sin hacer evidente tal manierismo. Y esto sí estuvo en mi cabeza todo el tiempo, había un trasfondo del arte naif en mi cerebro. Mella, por demás, el pueblo donde filmamos, es un foco importante en Cuba de arte naif.

Carlos Melián (de pie y a la izquierda) durante la filmación de ‘El rodeo’
Carlos Melián (de pie y a la izquierda) durante la filmación de ‘El rodeo’

Los actores son entidades especiales en tu corto. ¿Quiénes son estos intérpretes; de dónde los conoces; qué experiencia tienen?

Si, eso me parece exacto: entidades. Son en su mayoría personas del pueblo de Mella, nunca los había visto en mi vida. Incluso la mayoría son trabajadores de la Casa de Cultura de ese municipio. Entre los actores de Mella solo dos conocían del oficio, eran miembros de lo que en Cuba se conoce como las Brigadas José Martí, que son profesores de teatro, música y danza para las enseñanzas primaria, secundaria y preuniversitario. En estas brigadas hay mucho talento, mucha gente valiosa que ha ido aceptando esa circunstancia de ser profesor y no artista, pero que uno puede perfectamente volver a activar, y rescatar de ahí. En Cuba hay una poderosa atracción o doctrina que llama hacia el servicio público, en detrimento de la realización individual.

Por otro lado, tenía a una actriz profesional de Santiago de Cuba que coloqué en un personaje estratégico, y trabajamos para que actuara como los de Mella. Me salió aceptable esta movida, pero me gustaría señalar que no es completamente segura; o sea, implica riesgos que no van del azar puramente. Tiene que ver con la profesionalidad, las ambiciones y los saberes que hacen a un actor de oficio mucho más seguro. Por ejemplo, una actriz del pueblo, que era importante para la película, con la cual ensayé varias veces, no asistió a dos pruebas de vestuario. No se tomó en serio el rodaje porque seguramente no sabía qué implicaba rodar una película con los estándares que estábamos manejando nosotros. No sabía qué era movilizar recursos y tecnología desde La Habana. No conocía que una filmación debe funcionar como un reloj.

Lo mejor de los actores no profesionales es su carácter de pieza limpia, sin pulir, sin pintar. Cuando actúan, simplemente se produce un estallido. No en ellos, sino en los espectadores. En sus cabezas estallan chispas al ver que tienen que aceptar una forma diferente de actuar. Y es que al parecer no es tan importante actuar bien o actuar excelente como que todos actúen parejo. Lo parejo colabora poderosamente en crear un universo donde eres rey. Creas un universo particular que no halla continuidad con la realidad real.

Derivado de lo anterior: ¿cuánto margen dejaste a la improvisación y cuánto dependió de la planificación previa el trabajo de actuación?

Yo suelo probar los textos con los actores y acomodarlos a su forma de hablar. No suelo ensayar desplazamientos en los espacios, porque no los hay casi en mi cabeza. Creo que me va más observarlos en silencio, ensimismados. Creo que no me importa que improvisen si hacen algo dentro de los límites de la función del personaje. Por ejemplo, en Pizza de jamón, Emmanuel Martín hizo lo que le dio la gana, todo lo que dice su personaje lo inventó él ahí, porque lo que yo había escrito le pareció pobre. Emmanuel es puro estallido, él mismo es un personaje salido de una peli suya. Cuando comenzó a improvisar nos morimos de la risa. Lo hacía muy bien, y contribuía a la función que yo necesitaba, que era aplastar más al personaje protagónico. En el universo que yo concibo no hay manera de que Emmanuel trabaje mal.

En El rodeo la mujer que hace de evangélica es realmente evangélica, y lo que ella representa ahí es 100% real. Ella estaba en contra de lo que ocurría en el guion, así que le pedí que trabajase en contra de eso. Que hiciera prevalecer la condena a lo que iba a suceder en la historia. Y que yo no le iba a censurar nada. Todo lo que dijo nació de su fe en Jehová, él era quien que le dictó qué decir. Por ejemplo, la frase en la que pide “que Dios se manifieste de forma sobrenatural sobre la Isla” me parece bestial, porque niega lo natural sin ambages, pero también porque le está pidiendo a Dios que deje de ser natural. Si asumimos que lo natural es lo posible y lo sobrenatural lo imposible, ella está pidiendo que Dios se deje de mano blanda y se rebele con su ejército de ángeles de forma imposible. Esto significa también que lo posible es lo humano, lo limitado, lo empírico, y lo imposible es lo divino, lo revelado, la epistemología definitiva, el saber final. Y que el verdadero saber es inalcanzable para la “realidad” humana. Yo no habría podido llegar a esta maravilla. En esa frase, si lo notas, regresan las discusiones contra Galileo Galilei. Yo no sabía lo que iba a salir de su boca en ese momento, porque ella me dijo que era Jehová quien iba a preparar lo que ella iba a decir en escena.

Sobre eso mismo: ¿el hieratismo de los intérpretes es un método que persigues por alguna razón especial? Pregunto esto dado que en piezas anteriores optas por esa manera de interpretación, lejos de la predilección por la acción física y el exceso de lo literal típicos del cine cubano tradicional.

Es que trato de conectar con el personaje. Todos los personajes son proyecciones directas de mí. Eso no es precisamente una ventaja, me gustaría desdoblarme más. Desdoblarme hacia Shakespeare, por ejemplo. Siento que quien actúa en pantalla no es el actor sino yo. El fin, si existe, es que la película se parezca a algo regular, y eso regular soy yo mismo, está en mi cuerpo.

Otro elemento sobre la cuestión física de El rodeo: ¿tiene la locación una historia que haya motivado tu decisión de escenificar allí el relato? ¿Fue pensado el argumento teniendo en cuenta ese lugar como su espacio de ejecución, o fue al revés? O sea, ¿por qué escogiste la presa con el islote para la puesta en escena de exteriores?

Nosotros ya teníamos la idea de hacer esa ceremonia, y de montar un changüí allí. Ya teníamos un guion que enviamos a un fondo, pero fue rechazado. Yo viajé un día a Holguín y me fijé en esa islita en medio de una presa cercana a Mella, que siempre captaba mi atención. Recuerdo que Juan Carlos estaba en mi casa en esos días y por su cumpleaños lo llevé a aquel lugar. A él le encantó. Incluso nos atrevimos a llamar a los pescadores que hacen estancia allí y dijimos que éramos cineastas y pedimos que nos llevaran a la isla. Luego fuimos a un festival del changüí en Guantánamo para ver qué se nos pegaba sobre este universo. Allí un señor nos contó que había una comunidad de changüiceros relevantes que estaba sumergida bajo el agua de una represa. Ya teníamos hablado que la isla sería una locación perfecta, pero no se nos había pegado el asunto de que siempre bajo una presa hay una comunidad humana sumergida. Eso se sumó luego. Esa idea al final resultó muy poderosa y creo que nos ayudó a conseguir el dinero. Ya trabajando con los actores de Mella nos hablaron de que allí también hay una comunidad así, y que incluso hay camiones y tractores bajo el agua, porque por una negligencia no dio tiempo a extraerlos en el momento en que hicieron estallar el dique que aguantaba el agua. No sé hasta qué punto esto es real, pero nos inspiró.

Cartel de ‘El rodeo | Rialta
Cartel de ‘El rodeo’

Hay una cuestión de fondo en El rodeo que transmite una inquietud duradera. ¿Cómo llegaste a la definición de una puesta en escena donde no hay didactismo alguno, donde apenas se busca explicar al espectador qué está viendo, pues más bien se busca sostener la extrañeza ante ese mundo raro?

No recuerdo si configuré un plan. Últimamente me he propuesto escribir guiones compuestos por escenas “sin conexión aparente”. Por ejemplo, rechazo estas novelas donde ya sabes en la primera página de qué va todo. Tengo cuidado con eso. Hay novelas sobre Cuba que pueden funcionar fuera del país, pero conmigo no, por saturación. Si abres una novela sobre El Salvador seguramente querrás saber sobre las Maras. De hecho, el único libro que tengo sobre El Salvador es de no ficción, y es sobre las maras. Pero si eres salvadoreño quizá este libro te sabrá a comida vieja, recalentada. Si comprara algo sobre El Salvador que no fuera sobre Maras deberá ser algo que suponga algún despliegue poderoso de ingenio o de conocimiento del ser humano. Algo así como un Thomas Mann salvadoreño, donde te reconozcas a ti mismo desplegado en la novela. Es lo que me pasa con las novelas de Cuba y sobre Cuba, me cuesta leerlas. Pero no tiene que ver con el abuso de lo político, sino con la carencia de sorpresa. Si el índice de sorpresa es menor al índice en que se expresa el parque temático sobre Cuba, pues me cuesta mucho leer sobre eso. Puedo ver La obra del siglo, porque es muy ingeniosa. Puedo leer a Belén Gopegui por la misma razón. Lo que ella cree sobre Cuba seguramente hasta me alteraría los nervios si no fuera por el talento que tiene para generar episodios retóricos sumamente ingeniosos, que no tienen que ver siquiera con Cuba.

Esa falta de didactismo que tiene El rodeo nace de estos pudores. Yo lo describo así: imagina que haces varias fogatas, y que cada escena es una fogata. La conexión entre esas escenas no será por el fuego, porque están tan lejos una de la otra que ni siquiera se reconocerían entre sí. Entonces la conexión entre ellas será por el humo, o por el olor del humo. Este dispositivo por supuesto sirve solo para sentir, no para comprender. Me interesa más una relación sentida, sensorial, porque sencillamente así es como consumo el mundo. Uno siente las cosas y luego las interpreta a solas. Recuerdo que esta tentativa de generar humos u olores que se conecten me surgió cuando descubrí que, si iba por una calle y estallaba una goma de bicicleta, ese ruido me alteraba tanto que me ponía de mal humor. Si en ese momento alguien me pedía algo podría tratarlo perfectamente en mala forma. Ahí el estallido de la goma es la fogata, y el humo es mi mal humor. Yo creo que es así como funciona nuestra relación con el universo. Las situaciones, los sucesos son causales, por supuesto, pero la relación causal directa es muchas veces ilocalizable; aunque creamos que es por una causa, realmente es por otra. Tengo ejemplos numerosos sobre eso, similar al ejemplo del estallido del neumático de bicicleta. Uno cree que un fenómeno sucede por X causa, pero realmente sucede por F. Y la cosa es que F es una causa ridículamente pequeña y tonta. Esto no debe tranquilizarnos ni alterarnos. Es muy divertido sospechar de las grandes razones que la gente da por hechas.

¿Hay alguna “declaración de principios” en El rodeo con respecto a cómo te planteas el cine, qué consideras que debe ser y cuál es su función como dispositivo artístico?

Siento que El rodeo plantea la posibilidad de fabular sin límites. Sin los que nos dictan las circunstancias. Los paisajes están dentro de uno mismo, pero si solo miramos en una coordenada, las coordenadas dadas por el debate expreso, por el debate que maximiza el periodismo, solo vamos a ver esos paisajes que, en mi opinión, nos han sido impuestos por criterio de agendas políticas. Como mismo solo queremos leer libros de maras sobre El Salvador, se nos pasa que en El Salvador debe haber una cascada de historias diversas. Me gustaría, por ejemplo, llegar a disponer de lo político en Cuba y que lo político no disponga de mí. O sea, quiero crear dispositivos que se liberen del formato de pensamiento que nos impone tanto el marco político nacional como el internacional. Es una pretensión de transversalidad que he expresado ya anteriormente en esta entrevista. Por ejemplo, me gustaría hacer películas en entornos rurales, pero no creo que ese podría ser un fin, porque una localización no implica contar nada.

De lo anterior deriva otro asunto, que a mí no me preocupa ni un ápice, pero que se me hace útil preguntarte: ¿tiene algún sentido para ti que tu cine encaje en eso que se etiqueta y entiende como “cine cubano”? ¿Cómo te ubicas tú y tu obra dentro de ese marco de referencia que suele tener un valor utilitario para los críticos y festivales, pero que a menudo deja fuera lo esencial del asunto?

El cine cubano se ha ido expandiendo. Ha habido una pulsión de expansión. Y creo que la etiqueta ha comenzado a romperse, porque esas etiquetas son muy rígidas. Creo que todo lo que he dicho en esta entrevista no es muy diferente a lo que sienten muchos de mis amigos cineastas. Me identifico mucho con la obra de Jorge Molina, Rafael Ramírez y Emmanuel Martín, por eso de que no encajan, y el no encajar con lo que se espera implica libertad, pulsión de desarrollo, expansión. Esta expansión no es oportunista, porque siento que no busca público, ni audiencia. Me temo que es un cine que se la está jugando. Las últimas dos obras de Alejandro Alonso, Terranova y Abisal, están fuera de etiqueta, porque aunque de alguna manera metaforizan Cuba, tienen un despliegue metafísico que supera la escritura de lo que se espera del cine y del imaginario cubano.

Los lobos del este, de Quintela, para mi expresa una tentación de desdoblamiento. Para mí el núcleo de Quintela está en La piscina, en Buey, y en Los lobos del este, que son películas que se salen de la etiqueta “cine cubano”. Daniela Muñoz está terminando Mafifa, un largo documental que tiene valor en sí mismo, y que pasa el test de ¿acaso este filme pudo haber sido filmado en otro país? Este test a mí me resulta vital, porque expresa un despliegue de recursos que son identificables fuera de su entorno local. Habla de zonas sumergidas del alma de los cubanos que la Guerra Fría ha sepultado. Mafifa entonces es eso que no ha habido tiempo de contar sobre nosotros mismos, que está en todos los hombres y mujeres de todas las latitudes. José Luis Aparicio se ha decantado en su cine de ficción por obras que logran lo que en lucha libre se llama paso atrás. En la lucha libre, o greco, hay una anotación que se llama paso atrás, consiste en que el contrario logra ponerse en las espaldas de su contrincante, eso quiere decir también, digamos, que quien lo logra sale del dominio visual del rival y de su campo de influencia.

El cine cubano de estos realizadores que menciono ha querido salir de las babas del campo de influencia del poder en Cuba. De eso se trata, es lo que veo que está en El secadero. Aunque la peli hable de un par de policías que pertenecen a un cuerpo corrupto de policías, algo que en Cuba se conoce que pasa… son polis corruptos porque son demasiado humanos. Esa humanidad está bien descrita en la peli, tanto que no sales odiándolos, aunque percibes el mal. El mal los rodea. El cine que estos jóvenes han hecho está fuera de eso que se espera como cine cubano, que para mi generación es ese cine que no existe sin los errores y problemas que generó esa enorme combinada cañera que es la revolución, una combinada que a su paso acaba con el ecosistema natural del cañaveral y lo intenta homogenizar. En estas películas que he mencionado, hechas por jóvenes, la revolución ya no es el personaje central sublimado y culpable. Son películas que intentan un paso atrás. Y aunque no lo parezca, es un cine audaz, porque marcha a contrapelo de lo que se espera que se cuente de Cuba, que es similar a lo que se espera de El Salvador. Esto está muy bien. Pero el problema para mí ahora mismo es ¿hasta cuándo esa expansión del cine cubano va a seguir produciéndose? Es muy posible que vuelva a fracasar, porque ya ha fracasado en otras ocasiones.

Los cineastas con este bicho expansivo dentro han huido de las tensiones que se viven en Cuba. Han huido de la represión política, de la represión que sufren sus amigos, de la inseguridad que genera la excesiva legislación que se vive en la Isla, donde no hay nada fijo. Los dirigentes son incapaces de gobernar sin cerrar puertas que ya habían abierto. Es un país fatal para invertir en nada, y vivir así, de decepción en decepción, es indigno. Porque nadie es dueño de su futuro, ni de su cuerpo. Uno siente que es propiedad de un grupo de personas radicales. De nada vale cuanto hayas leído, cuanto hayas meditado, de nada vale, por ejemplo, esta entrevista, si eres propiedad de unos dirigentes, de una supuesta vanguardia. Nadie está fuera de la influencia de la represión económica, de las prohibiciones, de la persecución de los fondos de financiamiento. A la par yo he observado que, por ejemplo, la mayoría de los que fueron a protestar al Ministerio de Cultura el 27 de noviembre son precisamente estos jóvenes cineastas que han intentado expandir el cine cubano. Así que hay una correspondencia entre esa expansión creativa y el posicionamiento político. O sea, van a ser perseguidos más tarde o más temprano, directa o indirectamente. Sus ideas, sus cuerpos, van a ser perseguidos aun cuando no hagan un cine críticamente frontal contra el poder. Quiero decir que el cine que preferiría hacer está dentro de un cine cubano muy frágil, que aún no ha cuajado, y que posiblemente no cuaje, y muera asfixiado, pero que es cubano, por supuesto.

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