Llegué hasta la estación Rubén Darío con un globo rosado atado por una cinta también rosada. Sin saber qué hacer con esa bomba de aire que yo mismo había inflado tres horas antes, la enlacé a un banco metálico. Quería llevarlo hasta la casa. Pasearlo por Madrid como hacen les niñes al salir de los cumpleaños. Les niñes siempre quieren llevarse globos de los cumpleaños, en mazos de a diez.
Estuve cinco minutos leyendo Frankenstein, sentado al lado del globo. En menos de nada el tren de la línea 5 (destino Casa de Campo) estaba frente a mí y salí corriendo para entrar en ese segundo que divide el adentro y el afuera, el aquí y el allá, el estar en movimiento o el quedarse quieto, cariacontecido, sobre la línea amarilla, sobre ese suelo podotáctil que remarca el límite, el pozo, los raíles que imagino de punta.
¿Recuerdas ese juego de niñes que se llama tierra y mar?
¡Tierra!
¡Mar!
¡Tierra mar!
Era uno de nuestros juegos preferidos en Cuba. Todas las noches jugábamos a eso o a los escondidos o al topa topa o al burrito 21 o a la botellita. Pero siempre terminábamos jugando tierra y mar. No sé si también se juega en otros lugares del mundo, pero tierra y mar nos puso desde la infancia en ese entrelugar que ha escogido el poder en Cuba para nosotres. O estás aquí o estás allá. Ora con un pie sobre la tierra. Ora con un pie sobre el mar. Siempre con un solo pie, en equilibrio. Nos entrenábamos para eso: para el equilibrismo.
Pero había un momento climático en el que podíamos descansar los dos pies. El que guiaba la gimnasia de la dicotomía decía, en vez de una palabra, dos. No era “tierra”. No era “mar”. Era “¡tierra mar!”. Algunes, ya disciplinades, continuaban (y continúan) como flamencos.
No sabía qué, pero cuando monté al tren en la estación Rubén Darío sentía que algo dejaba. Es la misma sensación que siento al salir de casa. Algo dejo. Algo dejo. Algo dejo. Detrás del vidrio, frente a mí, vi un globo rosado que flotaba sobre la soledad del subterráneo.
Dos segundos después ya estaba en la oscuridad. Detrás del vidrio, frente a mí, la nada.
La nada y esas palabras de Frankenstein: “Voy tras el que huye de mí”.
Ese día me levanté a las ocho y llegué a la Embajada de Cuba a las once menos diez. La Embajada de Cuba en Madrid se encuentra en el Paseo de La Habana, en el número 194, a unas cuadras del Paseo de La Castellana. Es un edificio de cuatro niveles bastante grande. Bastante grande y bastante feo, como le dije a Carlos Alejandro Rodríguez Halley antes de irnos. A él no le pareció tan feo y me dijo que le recordaba a otro en La Habana. Es verdad. Es esa arquitectura que también se puede ver en Cuba, con ascendencia soviética, pseudobrutalista, que representa el imaginario de la clausura.
Al llegar vi a Julio Llópiz-Casal de espalda y a Luz Escobar con un ramillete de globos rosados en las manos. Un poco más allá estaba Yanelis Núñez fijando sobre la pared un mantel de cumpleaños con unos dinosaurios estampados. Estamos aquí, tiritando de frío, para celebrar el cumpleaños de Luis Manuel Otero Alcántara. Su cumpleaños 35.
Luis lo celebra en la prisión de alta seguridad de Guanajay, en la provincia de Artemisa, donde cumple una sentencia de cinco años de privación de libertad. El pasado 24 de junio, la Fiscalía General de la República de Cuba publicó en su sitio web que Luis Manuel Otero Alcántara, como parte del Causa No. 12/2022, cumpliría esta sentencia por, entre otros motivos, su “ánimo expreso, sostenido en el tiempo, de ofender a la bandera nacional, mediante la publicación de fotos en redes sociales donde se le utiliza en actos denigrantes, acompañados de expresiones notoriamente ofensivas e irrespetuosas, menospreciando los sentimientos de nacionalidad y orgullo que le profesa el pueblo cubano a nuestra enseña patria”.
(Veo a la bandera cubana en la fachada del consulado cubano en Madrid. La veo sin ondear. Claveteada a la pared como un mártir junto a una tela blanca enmarañada con dos palabras antinómicas: PATRIA O MUERTE. Ese consulado es un ataúd).
De esta manera, la justicia cubana consideró a Otero Alcántara como “autor de los delitos de ultraje a los símbolos de la patria, desacato y desórdenes públicos”.
Enjuiciaba al único artivista cubano que ha logrado en los últimos años recolocar la protesta en Cuba y organizar un movimiento de contestación, réplica y disidencia sin precedentes en la isla. Cuando hablamos de Luis Manuel ya no podemos hablar solo de una persona. Hablamos de una comunidad. La comunidad Luisma.
Este es el segundo cumpleaños que Luisma pasa en prisión. Recuerdo que hace dos años estuve en una vigilia feminista en las inmediaciones del muelle flotante ubicado frente a la habanera Alameda de Paula. El objetivo era pronunciarse “contra todas las violencias”, especialmente aquellas que el Estado cubano ejercía contra los miembros del Movimiento San Isidro (y no sólo) acuartelados en Damas 955.
Ese día era 25 de noviembre de 2020. Ese día Luisma estaba junto con otres huelguistas al borde de la muerte, ejerciendo un derecho; el derecho a la libertad.
Al otro día escribí en la madrugada:
El Gobierno cubano es un Gobierno del terror necrocrático. Cada día que pasa, cada hora que pasa, cada segundo que pasa, lo confirma. Confirma que es un Gobierno que utiliza (fracasadas) opciones necropolíticas, arrogantes, patriarcales y totalitarias. La necrocracia cubana se sustenta en el miedo. Tenemos mucho miedo. Dentro de la casa tenemos miedo. En la calle tenemos más. Poner el cuerpo en el espacio público, ya sea en vigilia, en huelga, en manifestación, significa luchar no solo por una emancipación práctica sino también discursiva y afectiva.
Debemos entender que les huelguistas en San Isidro son un símbolo que, quizá, no estemos preparados, algunes, para percibir del todo. ¿Por qué? Porque nos cuesta saber cuál es la otra mitad del significado. La palabra símbolo proviene –como enuncia Anne Carson en Eros, poéticas del deseo (Dioptrías, 2015)– del vocablo griego symbolon, que significaba, en el mundo antiguo, “una mitad de un hueso de caña portado como prenda de identidad para alguien que tenía la otra mitad. Juntas, las dos mitades componían un significado”.
Nos cuesta saber cuál es la otra mitad del símbolo que es San Isidro, la otra mitad del hueso, porque de solo imaginarlo nos disloca, nos detiene, por un momento. Ese momento lo amamos y lo odiamos. Ese momento en el que nos damos cuenta de que la otra mitad somos nosotres, todes nosotres. El símbolo que es San Isidro es inseparable de lo que nosotres seamos capaces de hacer. Para ser símbolo necesita de nosotres. De no ser así, se desvanece.
Por eso el día 2 de diciembre estuvimos frente a la Embajada de Cuba en Madrid para celebrar el cumpleaños de Luisma, en prisión desde el 11 de julio de 2021. El de Luisma y el de Luis Robles. Una hermosa coincidencia.
Luego llegaron Carlos Alejandro y Mariana Brugueras, Nonardo Perea, Solveig Font, Juliana Rabelo y Carolina Barrero. El día antes Carolina me había prestado un gorro en forma de conejo que llevé y me puse como cita al performance Súper pijo.
También estuvieron Olatz Cacho, portavoz de Amnistía Internacional España y otres activistas de la asociación. Olatz llevó un pastel y una carta dirigida a Luisma para entregarla en el consulado. Al llegar a la puerta, después de tocar el timbre, una alarma de seguridad avisó de un peligro. La alarma, proveniente de la embajada, solo anunciaba, con retraso, un incendio que ya inició. Avisaba (les avisaba) que en Cuba ya el ariete, en manos de personas como Luis Manuel, ha anunciado la deflagración.