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Jorge Luis Arcos y Lorenzo García Vega en Madrid, en 2009 (FOTO Helen Díaz-Argüelles)

No sé si ha sido un acabose, un juego o una treta. Pero el jurado se ha equivocado. O, como casi siempre ocurre, no entendió nada. A El castigo: cartas cruzadas con Lorenzo García Vega y otros textos o cómo se reconstruye (imagina) un canon (Ediciones InCUBAdora / Libri Prohibiti, Praga, 2023) le otorgaron el Premio Franz Kafka de Ensayo/Testimonio 2023 cuando es a, todas sombras, una novela. Una novela mala, imposible. Un relato sin relato, la novela sin principio ni fin de Jorge Luis Arcos desde (d)el exilio. La novela desde lo blanco, desde el fin de la tierra. Finis terrea, iba a ser su novela, la que se le ocurrió en un bar pseudoirlandés de San Carlos de Bariloche, la que no ha podido mostrar. El Castigo… la podemos leer acaso por ese error (¿o ese juego del fantasma que juega? que en este reverso es una suerte) o porque no es suya, o no es completamente suya.

Como en un minicuento de Lorenzo García Vega en esta novela hay en un viejo sartén, en un único vaso, una materia única. Allí cocinándose en escaso aceite están tres personajes: “Pero resulta que, si yo ahora insisto en cocinar en esa materia única, contenida en un único vaso el discurso extravagante que un deforme amanecer me está sugiriendo no solo les quitaría a los personajes el poco aceite con que ellos se están cocinando, sino que les quitaré la vida. Tengo que tener cuidado”.

Arcos no ha tenido cuidado, ha cocinado y se ha cocinado todo hasta el achicharramiento y sí, les ha quitado una vida a esos personajes, pero les ha dado otra. Son el propio Jorge Luis, el propio Lorenzo y Enrique Saínz (aunque aparecen otros personajes importantes como Antonio José Ponte, Margarita Pintado, Marta Lindner, Efraín Rodríguez Santana, Rolando Sánchez Mejías, etc.) los tres mosqueteros en versión tragicomedia silente, en versión Buster Keaton. Lorenzo introduce a Jorge Luis y a Enrique en el slapstick y hace tan partícipe al lector (diestro en naderías, al lector literatoso) que pudiera ser D’Artagnan (aunque ya alguno ha querido ser el Cardenal Richelieu) en esta no-aventura donde recorrer las calles de la Atlántida, de Playa Albina, de Vilis, sentarse en el banquito de Juan Ramon en Madrid, mirar caer la nieve desde una ventana, mirar el colchón en un solar yermo, leer los sueños de Arcos o de Lorenzo, las respuestas enloquecidas de Enrique, es recorrer, sentarse, mirar, leer un poco también la literatura y toda la nación cubana.

El castigo para estos tres personajes es que, en el destartalo, el rebumbio, la devastación, el hundimiento de lo que ha sido Cuba, cada uno fue parar a un lugar físico distinto del planeta. Y toda su interacción desde un momento determinado tiene que ser a través de la imaginación, de la escritura; desde la obsesión escritural y de lectura que cada uno a su manera manifiesta para sobrevivir y conectarse con el otro. Por eso la música de esta tragicomedia muda la pone Patrick Harpur, a través del instrumento llamado: El fuego secreto de los filósofos. Una historia de imaginación. Ese sonido se escucha en todo el libro, está en la paranoia, la neurosis y la vida de Lorenzo antes de que él lo supiera: vivo era ya un ser daimónico, dirá Jorge Luis Arcos, quien poseído por García Vega solo ha quedado (como doctor de la Universidad Complutense de Madrid que es) para apuntar notas al pie. Y no se salvará nadie en este desborde, ni algunas “viejitas cortesanas” de la Generación del 50 ni el último alumno del curso délfico lezamiano.

Quien sí salvó de la enfermedad a Lorenzo fue Lezama a través de la literatura: “Joven Fausto y maestro mefistofélico”. Lorenzo ha salvado a Arcos a través de su personalidad (pero en Lorenzo personalidad y literatura era una misma cosa), por tanto hay una inversión respecto a la relación Lorenzo-Lezama, mediada por Enrique, cocinada al sol por él en las caminatas por la Habana con Jorge Luis donde destilaban ocurrencias y eran perseguidos por los locos, quizás porque ellos mismos muchas veces perseguían a otro, a Lorenzo, pero no desde la literalidad (para decirlo como Harpur), sino desde el viaje inmaterial, un encuentro entre limbos.

“Muchacho lee a Proust”, así comenzó este libro, magdalena áurea rellena de mercurio, aunque Arcos diga que el origen data de 1994 cuando ocurría el Coloquio Internacional Cincuentenario de Orígenes –y él ya había leído Los años de Orígenes de Lorenzo– y aparecieron tres textos bisagras para reconstruir el canon nacional, escritos por Antonio José Ponte, Rolando Sánchez Mejías y Pedro Marques de Armas respectivamente. “Había una pelea generacional para reconfigurar el canon, pero sobre todo para mirar la realidad insular desde otra cosmovisión”, analiza Arcos en el prólogo de El castigo…

Pero, ya a estas alturas debemos saberlo, Jorge Luis no tiene control del libro. “Me he perdido en el juego. En realidad, nunca he acabado de ser”, advertía Lorenzo desde Los años de Orígenes. Lo que escapa incesantemente es el sentido, no la poesía, o también la poesía. En El fuego secreto de los filósofos, Harpur comparte la definición de C. S. Lewis sobre los dáimones, como “criaturas marginales, furtivas”, que se resisten “a ser apresadas en un modelo oficial del cosmos, tanto del medieval como del nuestro”. Son siempre no oficiales y están al margen de la sociedad. “En esto radica su valor imaginativo” —añade Lewis. “Introducen un indicio saludable de desgobierno e incertidumbre en un universo que está en peligro de explicarse demasiado bien a sí mismo”.

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‘El castigo: cartas cruzadas con Lorenzo García Vega y otros textos o cómo se reconstruye (imagina) un canon’ (Ediciones InCUBAdora / Libri Prohibiti, Praga, 2023) (FOTO Rialta).

Parece que hablan de Lorenzo García Vega. O hablan de Lorenzo García Vega, el puer senex que pertenece a ese otro mundo. Mundo dentro de este que, como una verdad insondable, siempre acompaña a Jorge Luis desde la niñez, como le confesará a Enrique.

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Confesiones que se convierten en llaves ante lo más trivial que puede ser lo más hondo. En un correo Michael H. Miranda le pregunta a Jorge Luis Arcos que si lo de ponerle “Cascorro” a su correo tiene que ver con Raúl González de Cascorro o con las deliciosas cremitas de leche que allá vendían cuando iban en tren para La Habana. Arcos le había contado a Lorenzo el sueño sobre quién era Cascorro. “Yo soy Cascorro”, respondió Lorenzo (Y nótese que la mayor parte del libro –cartas y correos cruzados– está escrito en la voz de ese supuesto narrador o en la supuesta voz de ese narrador, no sé si me explico) contándole otro sueño.

“Somos sueños de los dioses”, dirá Enrique con Octavio Paz. “Somos unos neuróticos irredimibles”, dirá Jorge Luis, quien cruzó el umbral del universo Orígenes por la puerta grande de Fina y Cintio, para que naciera su libro Orígenes. La pobreza irradiante, hasta que Lorenzo (¿cómo el conejo blanco de Alicia?, ¿desde el otro mundo?) lo condujo a traspasar la puerta diminuta, a entrar como fuera en la cajita, para ahí encontrar el laberinto que buscaba, para ahí encontrarse a sí mismo. No mueras sin laberinto, quería titular Lorenzo sus memorias, ¿pero no será “no vivas sin laberinto”?

Un viaje iniciático que Jorge Luis ha resistido armando su Kaleidoscopio. Para una poética de Lorenzo García Vega (2012), pues, al decir de Harpur, no se “horroriza ante ese miedo y ese dolor que parecen ser componentes esenciales de la iniciación”. Cuenta Harpur que el chaman caribú gjugarjuk de Islandia dice que toda sabiduría únicamente puede aprenderse lejos de las moradas de los hombres, fuera, en las grandes soledades, y solo se alcanza a través del sufrimiento, del castigo. Arcos ha utilizado todo para transformarse, se ha liberado en su prosa como desde los años noventa ya podía hacer en parte de su poesía. Una vez escuchada la voz, las voces, se ha chamanizado por completo.

¿Podríamos estar con El castigo ante un libro-chaman?, pensando con Harpur en eso de que los chamanes son sanadores heridos. Y este libro es un golpe de diosecitos, de esos tres personajes que están cocinándose en aceite hirviendo, y que nos llaman a curarnos mediante su lectura, que es un viaje al otro mundo, un descenso hasta la casa de Hades, pues todo lo que parece “trivial y absurdo puede ser el mejor camino hacia una visión profunda” (Harpur). Las profundidades del exilio, de la amistad o del amor.

Las profundidades de los sueños. El último castigo para Jorge Luis ha sido quedarse en la postrimería, pues sus amigos ya no están materialmente, pero ha continuado a pesar de nada, a pesar de la prohibición del Gobierno cubano en 2019 de su entrada al país para presentar junto a Enrique la edición de Rialta de Los años de Orígenes. “¿Un día caminaremos por Madrid, Enrique, tú y yo?”, le preguntaba Arcos a Lorenzo. Un hecho que ya solo puede concebirse desde la rememoración del pasado como imaginación creadora, desde la pérdida que genera el relato de los bordes, el relato sin relato, lo residual. Una caminata de almas. De algo tendrá que servirles la locura.

Un reencuentro sin principio ni final que sigue en espirales creciendo en esta novela. Libro donde vuelven a juntarse varias caras del prisma rotatorio de Lorenzo García Vega. Ese niño terrible, rencoroso, que entre sus infinitos heterónimos y autoparodias fue notario no-escritor, escritor albino, Doctor Fantasma, escritor no-escritor escritor, voyeur, monstruo, payaso, vampiro, artista manqué, monje loco, farsante, autor de textos ininteligibles, idiota, títere, místico del destartalo, tratadista de cosas inexistentes, anacrónico, autista, inmaduro, extraño alquimista albino, delirante, constructor de cajitas, Cascorro y Jorge Luis Arcos.

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