Manuel Díaz Martínez en Canarias (FOTO María Gabriel Díaz Gronlier)

(siempre hay un pero, Manuel)
Rafael Alcides

En su mano comen las palomas. Es amigo de ellas desde siempre, que puede ser desde Santa Clara o La Habana o Paris o Cádiz o Logroño. Ave y poeta; pico y palma. Mensajeras de versos que le entran por todos los dedos, como si se nutrieran al unísono uno del otro.

De su piso, en un edificio en el litoral de Las Palmas de Gran Canaria, baja a la terraza con arroz o migas de pan a sentarse en su banco, el de la curva que da al océano atlántico. Es el hombre sentado frente al mar en su isleta:[1]

Pues un hombre
sentado ante ese abismo
no es más que un
solitario
ante sí mismo.
Y su único remedio
es olvidar.

Cuando el almuerzo está listo, su hija María Gabriela lo llama, y él se vuelve, para luego continuar su contemplación desde el balcón o la ventana de su dormitorio, pues le encanta leer en compañía de ese paisaje. Y también escribir:

Mientras miro, acodado a la ventana,
el paso de bañistas y palomas,
siento que tú también,
madre,
te asomas
al marino esplendor
de esta mañana.

En días despejados divisa la silueta de Tenerife, la otra isla que visitó en el archipiélago. Las olas y su sonido fueron las últimas teclas de piano que extasiaron al poeta Manuel Díaz Martínez en la vida. Ese piano que, con 7 años, en las tardes, escuchaba tocar a través de una ventana a una muchacha de La Habana Vieja.

La anécdota la contó Manolo en sus memorias, y la señala Jorge Luis Arcos en su ensayo “La piedad de mentir” para ilustrar de donde viene una de las fuentes primigenias de su poesía. Este fue el texto seleccionado por el poeta para introducir Cuaderno de rimas,[2] que la muerte ha convertido en su primer libro póstumo. Un libro que se presta para hacer apuntes sobre las confesiones que Manuel Díaz Martínez entregara.

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De sus confesiones en busca de diálogo.

*  *  *

Solo ha hecho falta una frase.

Le tiembla el parpado derecho tres veces, en sucesivas ocasiones, como por ráfagas. Como por ráfagas, pero mucho más lentas, se pasa la lengua por el labio superior. Quien apunta la cámara tiene ojos de “válame dios” para trazar el enfoque de esa mala manera y no dejar que se vean ni los andaluces en las butacas ni el piso ribeteado por rombos blanquinegros de la Sala Cultural, pero sí el cuadro del gallo de lidia de cuello gordo y cresta roja y deforme, y el rojo desgastado de la portada del libro de Regino Pedroso, y el azul corrupto del mantel y el escudo grisáceo del Ayuntamiento de Carmona-Delegación de Cultura, dice en dorado contra borgoña; aquí, en el minuto 45, el hombre en la derecha de la mesa ladea rápido, blando, la cabeza hacia abajo, y arroja el pañuelo a una esquina en un gesto indefenso, como si en todo aquello hubiese algo ridículo o inapropiado.

Los aplausos han durado 17 segundos.

“Yo lo quise mucho”, dice Manuel Diaz Martínez, y traga aire. Los españoles asienten. El poeta a su izquierda, Fran Cruz, asiente también. El señor de traje gris ratón y cara de gerifalte, Miguel Acal, concejal de Cultura, se limita a sonreír.

Está hablando de Regino Pedroso. La presentación es también una presentación de El ciruelo de Yuan Pei Fu.[3]

Mentalidad de espectador turístico, más o menos lo que en promedio es cualquier asistente a la presentación de una revista de poesía: una persona autodenominada sensible que asiste a una confirmación de sus intereses estéticos, de su escena cultural. Aplaude, en primera instancia, a la persona aún más sensible que encabeza el acto, por volver su cuerpo público vulnerable; luego aplaude por saber identificar y conmoverse con esa sensibilidad exteriorizada, y vibra. Importa la dirección del gesto, como confirmación de lo valido y potente de llorarle a un muerto, sirve para enmarcar el acto en sí en una eternidad artística: poeta-que-llora-a-su-amigo-muerto-es-aplaudido-por-cuarenta-extranjeros. (“¡Me acuerdo del día en que vi llorar a un poeta cubano, a Manuel Díaz Martínez! ¿A quién?”).

Ese llanto seco, sobrio, para recordar (que es olvidar) la muerte lo tradujo en poesía durante toda su vida. No ha sido un quiebre, sino la suavidad en que se ha quedado el cuerpo luego del sutil y brusco traslado al barrio Buena Vista en la Cuba de los ochenta, a una casa a dos cuadras de las de sus padres.

Lo que va a quedar de este video torpe no será el ambiente predeterminado de la Sala Cultural de la antigua capilla del Hospital de San Pedro, ni el que sea en Sevilla y esté hablando un hombre que hace veintiún años no pisa su patria, ni que sea la ironía de estarse presentando justamente el número 26 de la Revista Palimpsesto; lo único que va a quedar de este video es el viejo poeta llorando.

*  *  *

El dialogo con el mar ya se escuchaba desde Memorias para el invierno,[4] el primer poemario que publicara en el exilio canario, “su isla de repuesto”. Un clima de nostalgia desciende a esos textos: son los “Sonetos en mi isla” con “los cangilones del litoral”. Son “plegarias grises que dispersa el viento” porque “a una isla se llega tal vez cuando se toca / su intensidad de brizna”, y que rompe en una “Suite Interior” fechada en marzo de 1994, un murmullo que retumba suave como el de pegarse una caracola a la oreja: “Entre la mar y yo, las soledades / y ese sol distrital y abandonado /cayéndose de frío y de horizontes, / cayendo en mí, cayéndose a pedazos”.

Para Manolo primero fueron las rimas. Las de Bécquer, las que decidieron que fuera poeta, cuando iba quizá para médico. Después llegó el viento de Machado a removerlo todo. Así nacieron Frutos dispersos y Soledad y otros temas, la prehistoria de su obra donde aparecen sonetos clásicos y los temas a los que volverá siempre. Está el agua “donde su cándida esperanza bebe” que años más tarde seguirá mostrando con otro sabor. Está eso “otro” conversando en la noche con la soledad, que años más tarde seguirá mostrando con un rostro más nítido. Es un Manolo primitivo. Comienza a dar brazadas.

Se integrará inevitablemente a la Generación del 50, donde todos asumen el prosaísmo como blasón para llegar a la gente. Como una necesidad ante la circunstancia de la Cuba en efervescencia revolucionaria, como un sello para que el pueblo lo rasgue. Pero Manolo no será nunca un prosaísta ejemplar, ni un formalista puro. Será un híbrido, un eclético que a medida que avanza encuentra más registros para su voz en la poesía.

Entonces, en cualquier momento de su extensa obra, aparecerán los rostros de Bécquer o Machado, claros, oscuros, sin importar tema o forma. En vez de parecerle una contradicción, veía como algo natural que “autores de expresión diáfana figuren como modelos de un poeta prosaísta, sobre todo si este poeta –y es mi caso– practica el prosaísmo, al igual que ellos dos, empleando métrica y rima”.[5]

Esa frontera, ese pie en el agua o en la arena, la veremos en todo su Cuaderno de rimas, donde incluye 108 poemas de 7 libros anteriores, y como en Un caracol en el camino[6] y Objetos personales,[7] dos antologías personales, prefirió comenzar con el soneto a “Ofelia” en su país, de su quinto poemario publicado en Cuba.

*  *  *

Un José Lezama Lima concurrente hizo que el azar juntara a Manuel Díaz Martínez y a Ofelia Gronlier Lamar en su oficina del Museo de Bellas Artes. De ella Lezama decía que cuando “llega, un Ángel se despierta”; de él, que el hueso quevediano se había unido con la brisa habanera. Ella era la secretaria del poeta de Trocadero; él se despedía del maestro, pues lo esperaba una beca en París. Al año siguiente regresó al mismo lugar y Ofelia escuchó todas sus historias europeas. Seis meses tardó la boda.

En ese intervalo, durante una mañana en la cafetería del hotel Habana Libre, Guillermo Cabrera Infante le dijo Ofelia, con sorna, que debía tener cuidado con el poeta que primero hace la corte y después el poema. Manolo, años después, señalará que no dejó a Guillermo quedar mal, aunque se quedó corto: “cuando me casé con ella le escribí un libro: El país de Ofelia. El amor, como la eternidad, no cesa de recomenzar”.

En “Ofelia” hay muestra del lirismo casaliano y modernista, aunque sea solo como fuente primigenia, significativa; pero, sobre todo, como señala Jorge Luis Arcos, “la revelación del mundo inmanente, como fue típico de la llamada poesía conversacional”. En “Ofelia” está la pintora, traductora, la escritora y, sobre todo, el sostén de la familia en los años grises que comenzaron con el caso Padilla y que con altos y bajos, no harían más que prolongarse hasta el exilio de Cuba en febrero de 1992 rumbo a Cádiz.

Un amigo les dio a vivir el último piso de una torre en la Plaza de la Constitución. La torre aquella a la que Manolo llegaba ahogado luego de subir el último escalón. La torre aquella contra sus pulmones de fumador y sus cansados pies de caminador de ciudades. La que no vio cuando llegó a Cádiz con 24 años junto a Severo Sarduy. Mientras ascendía la escalera, la sensación era la de la marisma cenagosa que experimentan los viajeros al llegar al puerto de Cádiz. Le hubiera gustado quizá una cueva. La torre aquella era un mirador del siglo XVIII al lado de la Iglesia de San Antonio. Ahí encontraron su silueta de fugacidad.

*  *  *

Ahí todavía permanecían cuando una de sus hijas, Claudia, llegó de Canarias y los visitaba con unas amigas para invitarlos a la playa:

Manolo. No, yo no voy.

Claudia. Dale, papi, si el día está bueno.

Manolo (sobresaltado). A mí no me gusta bañarme en el mar

Coro. Embúllese Don Manuel, si hemos traído una sombrilla. Mire qué grande y como lo taparía.

Ofelia. Te quedas sentado en la arena, pero tú vienes

Padre. Bueno

Coro. Bien

Ofelia. Pero tú vienes

Fue por una sombrilla, sí. El día estaba hermoso, sí, calmado, cálido, cauto. Manolo quedó recostado con sus gafas oscuras bajo el parasol. Las olas aumentaban poco a poco. Estaban de espaldas a la orilla. De repente, como suele pasar en el clima gaditano, empezó una ventolera. Cuando hija y madre se voltearon, vieron a Manuel empanizado, dando vueltas en la arena, aferrado con la mano derecha a la sombrilla…

Dos, tres, cuatro vueltas… me cago en la… cinco, seis vueltas, me cago en la playa, siete, en el viento y en todas las sombrillas de España

De repente paró la ventolera del cielo, pero no la de Manuel Díaz Martínez. Desde ese día el poeta juró no pisar jamás la arena.

Por más de 30 años el poeta fue un autoexiliado de la playa. Como ya saben, por más 30 años el poeta estuvo exiliado de su playa y de su arena.

María Gabriela, su hija mayor, recuerda que su padre no se movía de lo bajito cuando en la Cuba de los setenta su madre reunía un dinero en las vacaciones para ir a un pasadía en el Hotel Nacional. Se ponía una trusa blanca de tela gorda muy gorda y que a Gabriela le causaba mucha risa, mucha risa, todavía se ríe cuarenta años después cuando se acuerda.

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Manuel Díaz Martínez en Venecia

En la noche del 18 de junio de 1991, Díaz Martínez y César López llegaron a casa de Rafael Alcides en Nuevo Vedado, con un periódico Granma bajo al brazo. En una de las páginas centrales aparecía el “Pronunciamiento del Consejo Nacional Ampliado de la UNEAC”,[8] donde arremetían contra la “Declaración de los Intelectuales Cubanos” o Carta de los Diez, que Manolo, junto a Raúl Rivero, Manuel Granados, María Elena Cruz Varela y un grupo más de intelectuales y artistas cubanos, había firmado como acto simbólico para pedir reformas democráticas al Gobierno cubano.

El primer nombre, puesto por orden alfabético, de los firmantes de la declaración de la UNEAC, era el de Rafael Alcides Pérez.

Según averiguaran después, y contaran luego ambos, habían puesto su firma sin consultarla, pues en ese momento Alcides tenía un cargo en la sección de literatura de la UNEAC. Al día siguiente, Alcides renunció al cargo, y a casi todo, y quizá comenzó desde ese momento su insilio. Su nombre seguiría siendo el primero de la lista de los amigos y defensores de Manolo.

Regina Coyula, editora y viuda de Alcides, comenta que este fue de los pocos que siendo del ejecutivo de la UNEAC echó tierra en pie con Manolo. Visitaban su casa, a pesar de lo que ello significaba una vez que la familia estaba marcada. Según cuenta:

Hoy en día son cosas que pasarían inadvertidas dado lo que está escribiendo la gente. En ese momento era otra cosa. Le costó muy caro, muy caro. Y le viraron todos los cañones a pesar de que Manolo es sobre todo una persona decente. Me impresionó mucho porque hay figuras que no dejan de ser importantes, pero tienen fisuras. Pero Manolo era de su familia. Para las personas más jóvenes es difícil poner en contexto, lo que te pasaba era muy difícil que se supiera de no ser porque la prensa extranjera se interesara en publicarlo. Como fueron las primeras manifestaciones de disenso en ese periodo todo el mundo estaba aterrado, incluso la gente que de alguna manera simpatizaba con aquellas ideas se sentía incapaz de suscribirlas y de mostrarse solidarios con ellas.

A pesar de todo, Alcides acompañó a Manolo al aeropuerto el día que se fue definitivamente de Cuba junto a Ofelia. No le importó las consecuencias, a pesar de que sería el que se quedaba. Se volverían a ver al año siguiente en Madrid, en el flemático “Encuentro de las dos orillas”, al que Alcides asistió a pesar de las presiones para que declinara la invitación. Para ese entonces, ya el autor de “Agradecido como un perro” había escrito “Oración por Manuel Díaz Martínez” y “No te pido por mí”, dos poemas que son variaciones sobre el mismo tema: la tristeza por el exilio de Manolo y Ofelia. El primero quedó inédito y el segundo formó parte de Conversaciones con Dios, quizá uno de los mejores testimonios de lo que fue la Cuba de los años noventa. En él dice, casi susurrando:

Se ha marchado
dejando junto al mar
una casa llena de recuerdos,
con tacitas y cuadros
que lo extrañan

[…]

Se ha marchado
con su pálida y bella esposa
o con lo que de su esposa
quedaba, espejuelos oscuros
para que no les viera el funcionario
llorar

[…]

Nada que no hayas visto, Señor

Los amigos de antes
Hoy reciben bajo otros cielos.

O están presos

A Alcides, quien podría verlo después, le encantaba la casa de Manolo en Canarias, decía que era como estar en la proa de un barco. Manolo entonces, en vez de ser “el capitán de un ejército ilusorio”, podía ser el de un navío errante que reflota y se hunde y vuelve. Se ponían a cocinar juntos, gusto que ambos compartían. Cuando caminaban por la calle todos conocían al poeta exiliado. “Don Manolo”, le saludaban.

Para octubre de 2004 saldría publicado, primero en la revista Encuentro y luego en Paso a Nivel, un recado amargo en rimas de Manuel a su viejo amigo: “Lidiando todavía nuestras lides / volvemos a encontrarnos, buen Alcides / henos aquí llegados al futuro / sin que hallamos salido del ayer”.

La Generación del 50, la de Alcides y Manolo, se frustró no solo en lo que Lezama llamó “lo esencial político”, sino también porque se dejó avasallar en lo “esencial ético”. Díaz Martínez no conoció otro poema que encarara esta derrota con la nitidez, la colera y el dolor que “En el entierro del hombre común”, un texto “que solo podía escribirse desde la resistencia moral” de Alcides, la misma con la que el escritor de Barrancas escribió “Manoliada”, poema que inició en 1996 y concluyó en 2005, que comienza con una frase sacada del libro primero de la Eneida (“Hacía ya muchos años que, empujados por los destinos, andaban errantes en torno a todos los mares”), y que dice, en algún punto:

De luto por tus pérdidas
Y los años sin verte,
En aquel país que no pasó la prueba,
Pero donde un día sin embargo
Aconteció Ofelia
(Que ahora reina sobre las aguas),
Hasta los ríos que secó la soledad
Aguardándote están
Para fluir otra vez
Caudalosos como la esperanza,
Día a día, cada día

*  *  *

“Escribí estos poemas… los escribí ya estando en Canarias”, dice Manuel Díaz Martínez, original de Santa Clara. Gentilhombre: su estancia en Canarias, fundación de lo permanente de un exilio, queda como un ya estar “aquí”, “acá”, en tierras ibéricas, como si no hubiese tenido que salir de Cuba por haber firmado en 1991, con su buena mano derecha, un pequeño documento que ahora llamamos la Carta de los Diez

“Mmm, vamos a ver. Se llama «Preguntas debajo de un ciruelo»” –dice– “Al maestro Regino Pedroso, bajo su ciruelo”–lee.

Apenas la calidad de la imagen da para observar la cicatriz de su ojo derecho, el perfil cortante de Miguel Acal, al centro del panel y la nerviosa risa de Fran Cruz; la revista surgió por una idea suya en 1990, y en ese momento era su director

(“Maestro Yuan Pei Fu: ¿La sombra de mi cuerpo / será la misma cosa / Cuando termine el día / Que el cuerpo de la sombra?”)

Manolo, en esta presentación, lanza la edición que preparó de El ciruelo de Yuan Pei Fu. Su colaboración con Cruz había comenzado en 1999, cuando hizo la recopilación de la poesía de Virgilio Piñera en Vida de Flora y otros poemas. Fran, aprovechando el encuentro, le realizó una larga entrevista, que saldría publicada en el número 28 de la revista. En ella, Manolo contará que cada motivo de escritura para él era único. Se enfrentaba a la realización de cada poema como si ejecutara una pieza sin antecedente e irrepetible, pues, en la poesía, “el lenguaje y las formas no son un mero depósito: o son dispositivos en función de las ideas, las emociones y los sentimientos, o un obstáculo”.

(“¿Cuándo el día se vaya, oh viejo maestro / Habrá una luz distinta y habrá una mano sabia / que al modo de Beinjing / Sobre un muro mi cuerpo y mi alma reproduzcan.”)

“En tu caso, sin ir más lejos”, dice Fran Cruz en la ya citada entrevista, “haces sonetos sin rima, con rima asonante, conviertes los cuartetos o los tercetos en pareados o le das a esta composición cerrada un ritmo polimétrico […] modificando sutilmente unas cuantas estrofas clásicas, se amplía enormemente el espectro expresivo […] ¿Qué intención última te anima a estas transformaciones y qué te hace elegir una estructura determinada?

“Mis manipulaciones métricas y estróficas están en función del tema y obedecen a una intención expresiva concreta”, contesta Diaz Martínez. “Lo que busco […] es que los elementos formales del poema, desde la palabra y el ritmo hasta la rima y la estructura del verso y la estrofa, no sean meros elementos ancilares, perchas donde colgar las ideas, sino que tengan un papel protagónico en el poema y respondan orgánicamente a lo que quiero comunicar. Te confieso que estos experimentos me divierten”.

(“Como una sola sombra larga / Como una sola sombra larga / Como una sola sombra larga?”)

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Manuel Díaz Martínez en Canarias (FOTO María Gabriel Díaz Gronlier)

Como Alcides para él, Manolo le pedía a los orishas por otro gran amigo: Severo Sarduy. “Como hijo de Eleggua que eras, diré… / Te nombren el Ángel de la Jiribilla”, escribió en un soneto después del fallecimiento del camagüeyano. Severo, muriéndose de sida en París, en diciembre de 1995, le había mandado una carta deseándole feliz año nuevo.

Ir más allá es un regreso, dice una décima del autor de Cobra y en ese año, que acaso no fue feliz, Manolo publicó en Verbum la correspondencia y peripecia de ambos durante tres décadas. Un intercambio epistolar transversalizado por la situación de ido/quedado del proceso revolucionario que vivieron/murieron ambos. Un libro triste y piadoso, como alguno de sus mejores poemas. Un libro memoria del grupo Arquipielago que habían fundado a finales de los cincuenta junto a Roberto Branly y Frank Rivera.

Pero si la biografía de un hombre comienza antes de su nacimiento, para seguir con la lengua de Severo, la de Manolo en Canarias y en Cádiz comenzó antes de asentarse definitivamente. De niño, cuenta Díaz Martínez en su biografía, había soñado con la ciudad, y en 1960, llegó a ella junto a su amigo al bordo del barco Márquez de Comilla. También hicieron escala en Santa Cruz de Tenerife y casi 30 años después Severo recordaba el comentario de Manuel sobre la madre de Martí, originaria de la zona.

Antes de que se produjera el primer hiato en su correspondencia –octubre de 1967 a agosto del 70– debido a la implicación de Manolo en el caso Padilla, en el libro Vivir es eso había aparecido “Carta a un amigo”, uno de los poemas entrañables del cuaderno que sintetiza tanto lo que es o será la poesía de Manolo, como lo que había vivido en París, en ese París donde a los dos meses de estar se apareció de repente Severo, “con un ramillete de claveles españoles y un libro de Juan de la Cruz”, y al verlo dio una reverencia y dijo, sin saber que sería para siempre: “¡Manolo, llegué!”

Hubo una segunda pausa en la conversación de ambos, esta vez de trece años, de febrero de 1971 a diciembre de 1984, debido al encarcelamiento del poeta Heberto Padilla y la posterior “autocrítica” de este junto a otros escritores cubanos, entre los cuales estaría Díaz Martínez, del cual diría Reinaldo Arenas que acaso fuera el único de los presentes en comportarse con cierta dignidad. Según declaraciones del propio Manolo:

En ambas ocasiones en que mis relaciones con el poder castrista hicieron crisis, Severo, preocupado por mi seguridad, dejó de escribirme para no avivar las iras de los inquisidores, que lo consideraban a él un renegado y a mí un “elemento no confiable”. En esas etapas turbulentas, mientras él prudentemente esperaba a que fuese yo quien reanudara la correspondencia, nos manteníamos en contacto mediante recados que nos intercambiábamos a través de su padre, a quien Severo telefoneaba los fines de semana.

En cada cumpleaños, Severo solía mandarle un regalo a Manuel y en el número 51 le mandó a La Habana, desde París, una estilográfica y el soneto “A la casa de los Condes de Jaruco”, que le dedicaba, y luego incluyó en su último libro, Un testigo perenne y delatado. En respuesta, Díaz Martínez escribió el soneto “Escena de la condesita de Jaruco”. Incluyó ambos sonetos, con un texto explicativo en Memorias para el invierno.

Si el tiempo era para Díaz Martínez lo que demoran las cosas en desaparecer –y el olvido era la muerte del tiempo–, para Sarduy las biografías terminaban mucho después de la muerte. Para que no cierre este poco de herida abierta, se pudiera volver (o avanzar) a lo que resulta quizá el primer abrazo poético entre Manuel y Severo, un acróstico fechado en 1958 donde dejaron plasmados sus nombres con una densa claridad:

ZODIACALES
MONSTRUOS
APARECERÁN
RUMIANDO

INMENSA
NIEBLA;
ESCUPIENDO
ZAFIROS.[9]

Sin que las sombras
acuchillen tu angustia
roídas de patíbulos esenciales
dejas, poeta,
única huella posible,
yugos de lucientes      misterios.[10]

*  *  *

Minuto 42 de un mal video.

Manuel Díaz Martínez recordaba a Regino Pedroso, que vivía a dos cuadras de casa de sus padres, en Buena Vista. Regino recibiéndolo en una casa llena de biombos chinos –había sido, Regino, consejero cultural de la embajada de Cuba en Pekín– de chinerías legítimas, bellísimas.

Las últimas palabras de Regino, transcritas:

“¿Sabe, sabe, Manolo? Toda la vida esperando que llegara la vejez. ¿Para qué? Para poder leer, sabe, para poder leer los libros que la vida me impedía leer. Y, ah, sabe chico, he llegado… a ser viejo… pero… los ojos no me responden y no puedo leer. Y los oídos tampoco me responden y no puedo oír lo que Petra me lee. Pero, sabes una cosa, chico, sabe…”

Segundo 27; la última frase que le dijo el maestro: “Estoy contento de haber vivido…”

De pronto algo en la cara de Manuel Díaz Martínez se suaviza. Ladea, rápido, la cabeza hacia abajo, se quita los espejuelos y arroja el pañuelo a una esquina.

Manuel Díaz Martínez llora.

“Ustedes perdonen”, dice después, “es que cuando uno se pone viejo, se ablanda”.

*  *  *

La ausencia, en Díaz Martínez, acecha a cada salto en su obra. Está en la rareza del país inventado en La tierra de Saud.[11] Está en Vivir es eso, el libro premiado que Manolo considera un cuaderno de transición. Está planteado desde que el agua roza los pies, ese combate con la palabra donde a veces sale vencedor –como en “La guerra” y “Epitafio”– o donde ambos se asfixian –como “En posición ante el poema”, “El roble”, “Vivir”.

Entonces aún sus ojos devoran el caos que es el mundo; luego sueña y reproduce el caos, lo contempla y lo azuza y solo el poema lo calma. Su cabeza siempre ha estado en el capítulo de las que dudan. Manolo ha cumplido su “Discurso al camarada” Pablo Armando, como si fuera un mandato militar. No hay discurso vacío, no hay verso por verso. No importa La Habana con 30 años o Canarias con 80, un pago en pesos o en euros, revolucionario o contrarrevolucionario, marxista o liberal, Ediciones Unión o Verbum.

Déjenlo. Díaz Martínez sigue sobre una gruesa libreta apuntando las palabras que olvidamos.

Están los cómplices y parroquianos de todas las épocas. Está Sarduy con el frío parisino, recordando que todas las nevadas caerán en sus ojos. Está con Raúl Luis recordando que está de vuelta a la batalla. Está recordando las tristes pasiones que a Escardó le dio la poesía. Está solitario en la fiesta recordando al cuñado Baragaño, y en la de Santa Clara con José Lorenzo. Está en la feria quitándose la careta recordando que Regino sigue fiel a su máscara. Está con Álvarez Bravo y Branly en el parque Colón, recordando la infancia con su madre. Está con Lezama, recordando que su madre no es persona importante. Está en la Plaza de Armas con Eliseo Diego recordando cómo tumbar a Fernando del mulo con lanzas de madera. Está con Marré recordando a Quevedo por vez primera. Está con el cadáver de Navarro Luna recordando Manzanillo. Está sobre los restos de comida de Agustín Pi recordando que siempre lo llamaban por su nombre en la niñez.

“Manuel, cállate y come”, le dicen en “La cena”, donde Alcides es el otro fantasma que lo ve todo.

Está el padre. Está el abuelo. Está lo irónico, lo metafísico, lo mordaz. Sus caprichos goyescos y sus fobias mortales. Está todo o casi todo Manuel Díaz Martínez aquí, pero falta la forma definitiva.

Ojear sus Objetos personales (poesía completa): una página separa Vivir es eso de Mientras traza la curva el pez de fuego. Una página separa 14 años de silencio.

Él, y no ese otro que escribe versos, se ha ido quedando calvo; y no porque ahora esté pelado más bajo que de costumbre: esa batalla campal de grises peregrinos y canos rebeldes de Manolo no viene a cuento con la calvicie referida. El viejo comunista, el impetuoso de Hoy, el que quería cambiar el mundo mediante la poesía, trastocado en una suerte de asceta, de sabiondo reflexivo. La tonsura se le sale cuando suelta que “lo propio del filósofo es pensar sintiendo, o sin sentir, y lo propio del poeta es sentir pensando, o sin pensar”.

*  *  *

Una vez Manolo hizo una “Llamada local” que, cuando Jorge Luis Arcos la escuchó, pensó que hubiera fascinado al poeta Raúl Hernández Novás. Una llamada que, para Margarita Mateo Palmer, el suicida intenta hacerle a Gelsomina. Ambos sienten “el timbre sonando en un abismo” y tienen la esperanza de que alguna vez consigan hablar o que “al menos la línea esté ocupada”. Por eso no importa si es en la isleta o desde los blancos manicomio, Manuel y Gelsomina, quienes, a veces sueñan, sienten tan lejos y tan cerca el mar y la costa, pudieran leer al mismo tiempo que:

 La propia realidad de la geografía insular siempre ofrece la visión de un horizonte perdido en lejanías. Fronteras de agua, sentimiento de lontananza ante la presencia inabarcable del mar, hambre de espacio desatada por esa plenitud de la distancia que expande la vista: lo cierto es que el mar, en su fluir constante, despierta en el hombre encontrados anhelos. La peor de las prisiones es la que se alza junto al mar, porque el mar ofrece al prisionero el más ancho de los horizontes, y por la indomable naturaleza de sus olas está continuamente surgiendo la idea de libertad […], pero sugiere a la vez, la noción de infinitud cuando la mirada se pierde en una distancia inabarcable. Esta dualidad de sentidos de la insularidad- cerco y lejanía, encierro y libertad- remitirá siempre a una conciencia de la distancia que puede asumirse hacia el interior, buscando un repliegue frente a la vastedad del paisaje, pero también puede volcarse hacia afuera, en un afán de romper el aISLAmiento y suplir, con el viaje o la fantasía, aquel espacio otro que le está vedado. La mirada fija en el horizonte puede conducir al espejismo, a suplir lo ausente por la fuerza de la imaginación.[12]

Manuel Díaz Martínez nunca aprendió a nadar.

Nunca tuvo mejor público que el de las palomas que lo colmaron en la Plaza San Marcos. Era septiembre de 1996 y había ido a Venecia a esparcir las cenizas de Ofelia, quien falleciera repentinamente en diciembre de 1995 en Canarias.

Ofelia falleció repentinamente en diciembre de 1995, cuando se había decidido a escribir un libro –“Memorias del Vedado”–, que dejó inconcluso. Dos capítulos fueron publicados en los números iniciales de la revista Espejo de Paciencia, fundada por Manolo en la Universidad de Las Palmas, donde Ofelia colaboró activamente. También colaboraba con artículos para La provincia, uno de los diarios de la región y dejó el excelente texto que es “Lezama en la memoria”. Manuel entonces buscó más compañía en el cigarro. Y en el idioma.

En el soneto “Ofelia” (1965) decía Manolo que su “carne era la del agua” y su rostro podía ser “manantial de la aurora”, mientras que en la décima que publicara en “Paso a nivel” (2005) escribía: “Donde acaba la calleja / Plaf plaf glub el agua / armada de silencios / oscuros y voraces /se tragará glub tus pasos /glub bajo un puente /y seras plaf plaf uno de esos /crepúsculos que mojan plaf / los quicios de las puertas”.

Ofelia para siempre en la memoria de los canales. Como ha quedado Lezama en su memoria. Como ha quedado Manolo en el sueño del mar que da a la isleta.

Manolo hundiéndose,

(“Manuel Díaz de la nostalgia”)

Manolo que no desaparece, Manolo que no consigue desaparecer,

(“Manuel Díaz Martínez del año que viene”)

Manolo que vuelve a la superficie desde todos los sitios

(“y de todos los días”)

Manolo desaparecido y reaparecido desde un exilio

(“del inmenso día por llegar”)

Manolo flotando.

(“¡Aché, Manuel, Aché!”)

(“Manoliada”, Rafael Alcides, poema inédito escrito entre 1996 y 2005)


Notas:

[1] Manuel Díaz Martínez: En la isleta, Mercurio Editorial, Canarias, 2017.

[2] Manuel Díaz Martínez: Cuadernos de rimas, Ediciones Furtivas, 2023.

[3] Regino Pedroso: El ciruelo de Yuan Pei Fu, Área de cultura y deportes del ayuntamiento de Carmona, 2011.

[4] Manuel Díaz Martínez: Memorias para el invierno, Ayuntamiento de las Palmas de Gran Canaria, 1995.

[5] Entrevista personal a Manuel Díaz Martínez vía correo electrónico en septiembre de 2020,

[6] Manuel Díaz Martínez: Un caracol en el camino, Aduana Vieja, Valencia, 2005.

[7] Manuel Díaz Martínez: Objetos personales, Sibilina, Sevilla, 2011.

[8] Granma, 18 de junio de 1991.

[9] Acróstico de Severo Sarduy.

[10] “Sílaba cautelosa: acróstico de Manuel Díaz Martínez”.

[11] Manuel Díaz Martínez: La tierra de Saud, Cuadernos Unión, 1967.

[12] Desde los blancos manicomios pag 23-24 Margarita Mateo Palmer.

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