‘Las muertes de Arístides’ (2019), de Lázaro Lemus

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En la vanguardia del paisaje fílmico cubano se encuentra hoy el documental, quizás el dispositivo cinematográfico que más transgresiones estéticas ha emprendido en las últimas décadas. Al valorar el crecimiento cualitativo y cuantitativo de este género, no debemos nunca descartar el alto costo productivo que supone consumar un largometraje de ficción, aspecto que arroja algunas luces sobre la mayor proliferación de no ficciones entre los directores emergentes. Mas los motivos garantes del empuje experimentado a esta hora por el cine documental –históricamente disidente de su propio canon–, son en esencia culturales, y siendo más específico, motivos propios de la actual organización del campo audiovisual, un complejo espacio plagado de actores, instituciones y obras de disimiles identidades estéticas e ideológicas.

Esa vitalidad de la reciente documentalista cubana, cuya aventura expresiva es de un significativo alcance estético, tiene un asidero fundamental en la sistemática añadidura de la animación a su repertorio de recursos de representación. Por muy paradójico que parezca, ya no resulta extraño ver técnicas de animación como el 3D, la rotoscopía, el stop motion, el collage, la foto animación…, en obras fabricadas y presentadas como documentales, que al ser tales se suponen seducidas por el valor indicial de la imagen, o sea, por el valor de semejanza del referente. Películas contemporáneas como Las muertes de Arístides (Lázaro Lemus, 2019), Molotov (Irán Hernández, 2013), Velas (Alejandro Alonso, 2014), La Isla y los Signos (Raydel Araoz, 2014), Virgilio en su gabinete azul (Raydel Araoz, 2022) y Uvero (Arián Pernas, 2011) –esta última, hasta donde tengo conocimiento, la primera, y hasta ahora única, incursión nacional en esa tendencia no tan novedosa ya denominada animated documentary— encuentran en la animación una posibilidad de extender los cimientos del género, y otra manera de enfundar los sentidos.

Esas producciones son, además de excepcionales ejercicios fílmicos, accidentes en nuestra geografía audiovisual que postulan dimensiones creativas y acarician otros modos de dialogar con la realidad para el cine de no ficción.

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Mientras la ficción configuraba su gramática bajo la plena aceptación de su carácter de representación, el documental encontraba su especificidad en el objetivo/función de captar “el mundo histórico” bajo un estricto apego a “la verdad” del afuera al que las imágenes aludían. Bill Nichols,[1] y otros investigadores, han subrayado cómo durante su proceso de institucionalización en tanto “forma fílmica” específica, hacia la segunda década del siglo XX, se fijó la aprehensión de la realidad como su propósito definitivo. Esa función/objetivo atribuido al documental se convirtió con el tiempo en una dictadura estética que ha condicionado muchísimo hasta el presente la relación sostenida entre películas, públicos y crítica.

Sin embargo, el “cine de lo real”, otro de sus afortunados apelativos, ha vivido siempre una suerte de indefinición sintáctica. Es cierto que los analistas más ortodoxos aun lo enjuician con atención al valor indicial de la imagen, y todavía hay quien considera que el carácter analógico del registro es fundamental para calificar una película como documental. Mas, en puridad, en tanto género, este jamás ha sufrido una codificación formal estricta. Si observamos el camino recorrido desde Nanuk, el esquimal (Robert J. Flaherty, 1922), hasta Vals con Bashir (Ari Folman, 2008) –una de las producciones encargadas de prestigiar el uso de la animación en la geografía fílmica internacional–, pasando por los ejercicios estéticos de Dziga Vértov, el cine vanguardista de la década del veinte del pasado siglo, y La Jetée (Chris Marker, 1962), no es difícil advertir cómo, continuamente, el tejido expresivo de este género ha echado mano a los recursos más desemejantes. Eso sí, sin dejar de reafirmar como quien milita en un partido político, su compromiso/pacto con la realidad y con una posible verdad sobre la misma.

Dada esa heterodoxia estilística intrínseca del género, al momento de colegir una posible definición, teóricos como Rick Altman[2] desestiman la delimitación de un conjunto de propiedades lingüísticas capaces de dotar de identidad a las películas, y apuestan más por una comprensión sociológica, que atienda las perennes transformaciones expresivas de las obras que se declaran/consumen como documental, así como los modos en que son recepcionadas coyunturalmente por especialistas y espectadores en general. El propio Nichols acentúa que cuando se incorpore un filme al corpus documental, espacio estilístico transfronterizo, importa mucho más la posición del creador respecto su trabajo, y la circunstancia de su recepción, que la naturaleza textual estrictamente. Y eso explica, en parte al menos, porque en los estudios recientes sobre el documental cubano, y en las categorías consagradas a este en el Festival de Cine de La Habana o en la desaparecida Muestra de Jóvenes Realizadores, no es raro encontrar obras de difícil clasificación, que se mueven en los predios del videoarte y el cine ensayo; en conclusión, que, de cualquier manera, resulta complejo catalogar como documentales; es el casos de El hijo del sueño (Alejandro Alonso, 2016), El proyecto (Alejandro Alonso, 2017), Los perros de Amundsen (Rafael Ramírez, 2019), Casa de la noche (Marcel Beltrán, 2016)…

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Esas discusiones han incidido mucho en el tipo de valoración ejercida sobre el “documental animado” –calificativo todavía objeto de polémica–, o sobre el uso de la animación en películas tildadas de documentales. Si bien ese criterio de que, para ser, el género se debe fijar al mundo histórico mantiene un desencuentro histórico con el uso de la animación, la disconforme conducta estética del documental abraza la animación como otra genuina vía para documentar precisamente.

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Aunque a primera vista parezcan artilugios divorciados, el documental y la animación sostienen una relación histórica, mas en la contemporaneidad su conjunción se ha vuelto sistemática, recurrente, dominante… Y, en consecuencia, también en Cuba la animación ha devenido un recurso expresivo garantes del dimensionamiento estético y cultural del género.

El anudamiento, cada vez más sistemático, entre animación y documental, cuyos caminos parecieran emprender direcciones contrarias –el primero consagrado al registro de la realidad, el segundo marcado por la evidente artificialidad de su código–, tiene lugar de afuera hacia dentro; o sea, de la cultura al texto, y no al revés como se pudiera pensar. Es cierto que los directores acuden a la animación para enriquecer estéticamente sus obras, siendo este el uso más común desde el instante en que estos dos engranajes expresivos se encontraron. Mas el protagonismo reciente de esa unión, que ha impulsado a la academia estadounidense (en lo fundamental) a sellar el término animated documentary –título de un volumen pionero de Annabelle Honsse Roe,[3] todavía uno de los estudios mejor informados respecto a este fenómeno estético–, está más vinculado al cuestionamiento violento que hoy experimentan conceptos tales como “objetividad” y “verdad”, ambos fundidos a la identidad misma del documental como género.

Con la revisión casi agónica que nuestra época emprende de la noción de “realidad”, el estatus analógico de la imagen audiovisual ha caído en una profunda crisis, y ello ha autorizado la introducción de técnicas de animación en el documental. Aparejado a ese proceso de revisión de la idea de realidad, ha estado proliferando la tecnología digital, que trajo consigo novedosos modos de articulación de lo real, y ha tenido un peso decisivo en el cuestionamiento del valor referencial del cuadro fílmico; la digitalización ha resultado, sin dudas, un factor importantísimo también en la aceptación e incorporación de la animación como recurso expresivo válido en el documental; sobre todo, porque la construcción de universos virtuales reafirma la condición de representación de la imagen y extiende su descrédito como garante de objetividad. La suplantación de la realidad por su producción mediática ha generado una ansiedad por el valor del artificio como índice de significación.

Por supuesto, al ser la animación una vía de representación absolutamente artificial es común que sea vista por muchos conservadores como un atentado a la verdad respecto al mundo con la que se supone está comprometido el documental. No obstante, al revisar las producciones que asumen la animación como herramienta válida para registrar la realidad, queda la satisfacción de que la función gnoseológica del documental no ha desaparecido en lo absoluto. Como señala lúcidamente Josep M. Català, antes el documental se definía “por su grado de analogía visual con la realidad, mientras que ahora [se define] por su capacidad hermenéutica para profundizar en una realidad cuya esencia no culmina necesariamente en lo visible”.[4] Vista la naturaleza traicionera de la imagen analógica, la animación ha favorecido encontrar verdades que escapan al semblante o la apariencia de lo real.

Es así como el documental contemporáneo muestra un especial interés por representar el mundo subjetivo, contra aquel propósito impuesto al documental tradicional de representar el mundo histórico. Cada día es más común apreciar ejercicios enfocados en testimoniar pasajes sensoriales o mentales –esa es la propuesta de Uvero–, o recuerdos, estados de locura u oníricos –y ese es el objetivo de Las muertes de Arístides–, o incluso eventos pretéritos de los que no existen archivos, documentos. Para tales propósitos la animación ha resultado definitivamente un arma idónea.

La expurgación del valor de verdad imputado durante largo tiempo a la imagen audiovisual, junto al ansia de documentar ámbitos de los que no existen registros o cuya materialidad escapa al ámbito de “lo objetivo”, han abierto paso al feliz romance entre animación y documental. Tan fructífero ha sido el romance que críticos e investigadores interesados en tal fenómeno creativo no dejan de reportar, en tanto evidencia de su aceptación y consolidación, cómo certámenes globales como el International Documentary Film Festival en Ámsterdam, el Festival International de Cine Documental MiradasDoc en Tenerife, el Festival für Dokumentar-und Animationsfilm en Leipzig, y el Factual Animation Film Fuss en Londres, han diseñado programas, retrospectivas y paneles sobre estas producciones.[5]

Ya podemos hablar incluso de obras clásicas del documental animado, o del documental que acude a la animación: La imagen perdida (Rithy Panh, 2013) y Los rubios (Albertina Carri, 2003), por solo mencionar un par de ejemplos pertenecientes a latitudes diferentes. Estas películas son más que elocuentes incluso acerca de la superación del uso de la animación con una finalidad estética. Libres de la dictadura del realismo, estos documentales tienen en la animación el aliado perfecto para consumar la narración de experiencias irrepresentables.

Tanto en La imagen perdida como en Los rubios, la animación permite erigir una suerte de archivo de esa memoria (social) y de ciertos recuerdos (particular) que se difuminan en la experiencia, y, además, hace posible representar el trauma, una realidad cuyo alcance no acaba sino en el plano subjetivo.[6] En uno y en otro se pulsa el impacto emotivo dejado por el genocidio ocurrido en Camboya durante la dictadura de Pol Pot y su ejército de Jemeres Rojos, y por los secuestros y desapariciones acaecidas bajo la dictadura militar argentina.

Otrora, y todavía, muchos realizadores –sucedió en Cuba durante los prodigiosos sesenta con Guillén Landrián, Santiago Álvarez, Bernabé Hernández…– instrumentaron técnicas de animación para expandir sus dominios expresivos, cuando el género más parecía subordinarse a tendencias observacionales que exigían no intervenir en la realidad. Basta recordar esa singular pieza realizada por Bernabé Hernández y Tulio Raggi denominada 1868-1968 (1970), que roza tranquilamente los predios del videoarte.

¡Pero ahora las cosas son muy distintas!

Ya no se trata de una mera colaboración expresiva en el dibujo de los títulos, en la recreación de mapas, en la ilustración de pasajes –motivos que, de cualquier modo, tienen relevancia al pautar el discurso íntegro de la obra.

Estamos ahora ante una instrumentación de lo animado desde un auténtico valor documental.

Fotograma de ‘Virgilio desde el gabinete azul’, Raydel Araoz, dir., 2022.
Fotograma de ‘Virgilio desde el gabinete azul’, Raydel Araoz, dir., 2022.

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Y ese recurrente uso de la animación para narrar pasajes de la memoria y acontecimientos traumáticos “irrepresentables” es el que parece extenderse con mayor provecho en Cuba. Tanto Uvero como Las muertes de Arístides asumen dicho perfil. Este último filme, suerte de reminiscencia de los días del Servicio Militar Activo del joven que da título a la obra, grafica una emoción dolorosa dejada y prolongada en el tiempo por un evento mortal que sucedió allí, la/las muertes referidas; la animación digital y la fotoanimación acogen esa catarata de sensaciones y afectos emanados de todos cuanto ahora evocan al muchacho. Desprovistos de otros archivos que no sean las cartas enviadas por el joven o fotografías familiares, imposibilitado de registrar el espacio militar donde ocurrió el evento, el director explora estas opciones estilísticas para forjar su/un archivo íntimo que dota de textura al pasado, al recuerdo, y consigue ser “recto” en estricta atención al principio epistémico que rige la concepción de la película.

Lemus dispone como columna vertebral del documental la lectura de las misivas enviadas por Arístides desde el SMA a su madre y su familia, es esa voz en off la responsable de pautar dramáticamente el avance del relato; según esta voice over suma anécdotas y subraya emociones, la sensación de desconcierto y descolocación crece, y como consecuencia se cuece mejor la vívida imagen de la pérdida/del dolor que el realizador busca orquestar. En ese recorrido, las imágenes son una apoyatura visual, el repertorio figurativo presente en los dibujos, los registros en video y las fotografías constituyen un soporte de la voz, un complemento. La documentación realista, así como los pasajes animados –resueltos estos últimos con unos dibujos a lápiz o crayón, en un sutil expresionismo en blanco y negro–, marcan la naturaleza del filme: Las muertes de Arístides es un filme más evocativo que narrativo; no otra es la razón del protagonismo de la animación en el alcance del discurso.

Esos instantes de animación digital sostienen el propósito de registrar no ya la dinámica de la memoria, sino la catarata de emociones/afectos estimulados por el recuerdo. Aquel momento donde se muestra un hombre con su lámpara en alto mientras rema en su bote en el medio de la nada –el hombre está dibujado en una expresiva escala de grises que explota en una bruma blanca allí donde se localiza la lámpara, en lo que los alrededores se resuelven como una bruma negra–, pareciera cierta travesía por las aguas del infierno, que no es otra cosa que la marea violenta de la memoria, de la memoria del dolor. Sin embargo, a nivel figurativo se aprecia con una placidez sobrecogedora. Ese solo pasaje animado consigue graficar el peso del vacío dejado por la pérdida.

Definitivamente, la expresividad y la elocuencia metafórica de la animación hacen posible aprehender ese otro mundo (subjetivo) que los registros “realistas” no pueden captar: el grito furioso –en sordina– del dolor, el peso contundente de la pena. Ahí queda patente, a plenitud, cómo la animación antes que atentar contra la esencia del género documental, posibilita su crecimiento, su capacidad para ser fiel no al afuera del individuo, sino a su interior.

Algo similar tiene lugar en Uvero, que construye todo su relato con animación 3D, en el que regularmente irrumpen fotografías de archivos que llegan acompañadas por una melancólica sonoridad que pauta el clima en que las modulaciones virtuales resucitan los recuerdos. La película es la rememoración, a partir de las ruinas que sobrevivieron a los embates del tiempo y la Historia, del pueblo homónimo, una localidad de tradición pesquera emplazada a unos dieciocho kilómetros del municipio de Sagua la Grande, a donde se llegaba, hacia los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, en tren. La animación hace brotar la nostalgia y la coloca ante los ojos del espectador como testimonio de una mente fija y extasiada con un pasado perdido.

Al realizador de Uvero le importa recuperar la otrora identidad del sitio, y apenas cuentas con unas cuantas fotografías y el testimonio de los pobladores que vivieron esa época de esplendor anterior al olvido histórico que hoy experimenta. La estampa del pasado entregada por la imagen animada es acompañada por algunos parlamentes que dejan saber cómo se recuerdan aquellos días, y por la intrusión de fotos amarillentas (de muchachos bañándose y tocando guitarra en el muelle, o de algunos hombres pescando). De esta manera el metraje resuelve trasladar a nivel fáctico la sensación de ese tiempo pasado, ese que permanece en la memoria bajo la dictadura de la nostalgia; y eso importa más al director que el semblante mismo del lugar. “Con Uvero hemos logrado, de alguna manera, recuperar algo prácticamente inapresable”, comentó alguna vez Pernas, “la mística de un escenario que solo existe en los recuerdos de sus antiguos habitantes.”

Ahora, al no existir ese espacio que se desea documentar, aparece la opción de reconstruirlo mediante técnicas de animación. Gracias a esta herramienta se devuelve la fisonomía al lugar (cuando acaba el documental se pueden ver registros del estado paupérrimo de las casas que han sobrevivido.) El modelado en 3D faculta (re)presentar la vegetación, los paisajes marinos, las cabañas tipo bungalow, los extensos corredores sobre estacones que comunicaban unas cabañas con otras, los balances descansando en los espaciosos portales…; aparecen asimismo los extensos caminos de madera al que arribaban los pescadores y por donde corrían los muchachos hasta arribar a la enorme glorieta durante las temporadas de recreo. Cada detalle responsable de la apariencia y la atmósfera del balneario es fijado a la imagen documental gracias al poder de la animación.

Una estrategia diferente de instrumentación de esta herramienta expresiva en el documental se aprecia vívidamente en Virgilio en el gabinete azul y La Isla y los signos. En el primero, la animación contribuye a trascender la biografía como un itinerario de anécdotas –la película está consagrada a la memoria de Virgilio Piñera–, al asentar los atributos literarios del escritor como valores de la experiencia estética misma del filme. Para recrear el singular imaginario artístico del dramaturgo, ensayista, narrador y poeta, el realizador asume la animación como una de las posibles herramientas capaces de bosquejar esa intrincada subjetividad literaria; operación instrumentada antes por Araoz en sus películas acerca de Nicolás Guillén Landrián y Samuel Feijóo.

En esta película hay un pasaje animado íntegro que pone en escena un icónico poema de Virgilio Piñera, y que consigue dar figura a la identidad de unos versos que cobijan los demonios de su personalidad. Es impactante el virtuosismo estilístico de que dota al filme un segmento por demás tan breve, así como viabiliza esa febril neurosis que agitaba la sensibilidad del autor de La isla en peso. Si bien acá la animación complementa mucho más el plano expresivo del filme en sí, en La Isla y los signos, sin dejar de contribuir en ese sentido, por supuesto, favorece/soporta más la emulación del temperamento de Feijóo. Modelado mediante 3D, el narrador en forma de pez que interviene en la diégesis, cuya forma se apropia de códigos del surrealismo, del art brut, de la iconografía popular divulgada en la propia revista Signos, es ya una muestra fehaciente de cómo la animación espejea la iconoclasia distintiva del intelectual cubano retratado.

El plano expresivo de este último documental, tanto como en Virgilio en el gabinete azul, consigue una autonomía sorprendente; gracias a la explosión estética resultante de la animación de poemas visuales, obras plásticas naif extraídas de la revista Signos, periódicos concebidos como historietas o páginas de comic… En definitiva, ambos filmes logran honrar a cabalidad la memoria de los personajes a que están dedicados, en una medida considerable, por cómo la animación burla la dictadura de la objetividad y de los principios tradicionales del género.

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Resulta tan interesante en esa proteica liga creativa cómo –aun cuando la producción de sentido pende de la animación–, el texto no deja de ser “documental”. Esa es ya también una realidad irrefutable. Y no dejan de ser documentales en la medida en que, con pleno derecho, esas películas dicen mucho sobre el mundo inaccesible a nuestros ojos, hacia el que miran. Por sobre la tan imponente referencialidad analógica, estas imágenes consiguen ser más que elocuentes.

Faltaría advertir todavía en estas producciones, o en el nudo que todas ellas conforman, como la asunción de lo animado constituye una escogencia ética e ideológica, antes que estética, de ahí que, incluso frente a la relatividad posmoderna, el código del documental continúe interesado en arrojar verdades sobre el mundo, no importa si es el mundo de un sujeto individual o colectivo.

Acá es posible detectar cómo el “efecto documentalizante” propio de la manera en que generan sentidos las películas documentales –según el criterio de Roger Odin–[7] está intacto. La materialidad animada, a un mismo tiempo, complejiza y enriquece el texto estético, y produce discursos sobre la realidad. Aunque el cuerpo animado devela una intervención directa del realizador en la presentación de la realidad aludida, la veracidad pende de un pacto con el espectador, quien, más que la prueba referencial, aspira a la prueba testimonial.

Ya no como utensilio adjunto, sino como material intrínseco del documental, la animación está, sin dudas, imprimiendo matices esenciales en este corpus genérico cubano, garantizando su redimensionamiento estético y capacidad para hurgar y desnudar la realidad.


Notas:

[1] Cfr. Bill Nichols: Introduction to documentary, Indiana University Press, 2001.

[2] Rick Altman: citado en Sonia García López, “El documental de animación: un género audiovisual digital”, Zer, vol. 24, n.o 46, 2019, pp. 129-145.

[3] Además, cfr. Annabelle Honsse Roe: “Absence, excess and epistemological expansion: Towards a framework for the study of animated documentary”, Animation, vol. 6, n.o 3, 2011, pp. 215-230.

[4] Josep M. Català: citado en Sonia García López, ob. cit.

[5] Cfr. Vicente Fenoll: “Animación, documental y memoria. La representación animada de la dictadura chilena”, Cuadernos.info, n.o 43, pp.45-56.

[6] Cfr. Agustín Berti: “Realidad desdibujada: La animación en documentales y ficciones políticos recientes”, en Imágenes en el tiempo. Cine, Historia y Política, Facultad de Artes / Facultad de Filosofía y Humanidades, UNC, Córdoba, 2013.

[7] Luciana Pinotti: “La animación no ficcional. Un análisis sobre la construcción del sentido en el documental animado Vals con Bashir”, Cine Documental, n.o  12.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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