Fraguados en herrerías clandestinas
viajan sobre trailers ominosos
por la cicatriz nacional,
artefactos para la diversión,
que en carnavales de barrio
se erigen en sólo una hora.
Piezas de antiguos centrales
adobadas por años en el alcohol
de almíbar,
ahora toman sitio
en sillas voladoras y en
botes suspendidos en el arco
de su viaje.
Quien no asistió al esplendor
de los parques eléctricos,
podrá encontrar aquí
una desleal imitación.
Di adiós a tu hijo mientras
resiste su vértigo
en las pequeñas jaulas
de “El Exterminador”.
Subamos a “El Dragón”
cuando su mal trazado ojo
ve derramar la cerveza sin nombre,
detenida en odres de extraño níquel
y disputada por caballeros de sed medieval.
Sobre las esteras de montaña rusa
oyendo crujir los frenos de la noria,
te dije: Qué triste el país.
—Diviértete, fue la respuesta
mientras me alcanzabas un
algodón de azúcar,
traída del gran Brasil
en oscuras bodegas
de lujosos trasatlánticos.
Palabra de almirante
Tres barcas de papel son
situadas en el ojo del desagüe.
El fotógrafo deberá
encuadrar su agonía con prisa,
pues el remolino de mugre
hace de ellas
una agresiva metáfora de la existencia.
Hacia dentro viajarán,
sostenidas por ofelias del tizne,
sabiendo que sobre ellas en la ciudad injusta
la vida traspasa a sus hijos
con una aguja de tedio.
La arena intocada no las espera.
Tendrán que mentir
al encallar en la orilla de los des(h)echos
como las tres carabelas del almirante;
aunque en la imagen
se les vea partir, resueltas.
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Vistos en tu poema, cobran nuevo sentido estos artefactos que al ojo de la plebe solo son hierros nostálgicos. Ya quiero que otra vez mis hijos los cabalguen, sin pensar en el ácido olor y la lágrima de aceite y pintura que desprenden. Quiero yo también comer juntos a ellos un algodón de azúcar importada . De todas formas hermano la vida cambia y con ella sus sabores. Dime que nunca cambiará nuestro abrazo.