El escritor Francisco Goldman, en su casa en Ciudad de México (FOTO Ana Hop)
El escritor Francisco Goldman, en su casa en Ciudad de México (FOTO Ana Hop)

Escritor latino con apellido judío, novelista estadounidense que ha ambientado gran parte de su ficción al sur del Río Grande, estilista de la prosa en lengua inglesa inspirado por la tradición latinoamericana, Francisco Goldman trastoca las etiquetas que el mercado norteamericano suele adjudicar a sus autores literarios. Goldman siempre ha contado con un nutrido grupo de admiradores en Estados Unidos. En una ocasión, Junot Díaz se refirió a él como “el mejor novelista de su generación”. Susan Choi lo llama su “héroe literario”, y Daniel Alarcón ha dicho que es “una de las personas que más me inspiran para hacer lo que hago”. También se ha ganado los elogios de estudiosos de la literatura, varios de los cuales afirman que sus novelas transfronterizas sobre Estados Unidos, México y Centroamérica han sentado las bases de una nueva ola de ficción estadounidense “hemisférica” en el siglo XXI.

Pese al entusiasmo que ha generado en sus pares y en la crítica especializada, Goldman aún no ha alcanzado en Estados Unidos el reconocimiento general que merece. Hace tiempo que sospecho que esto podría deberse, en parte, a que Goldman no encaja fácilmente en nuestras categorías preestablecidas de identidad. Nacido en Boston en 1954, de madre guatemalteca y padre judío estadounidense, Goldman estudió en Hobart College, la Universidad de Michigan y la New School. A finales de los años setenta, abandonó Estados Unidos para trasladarse a Centroamérica, donde cubrió como periodista las guerras civiles de la región durante la mayor parte de la década de 1980. Desde finales de los años noventa, reside entre la Ciudad de México y Nueva York. Enseña un semestre al año en Trinity College en Connecticut, donde es profesor titular de literatura en inglés.

En los últimos treinta años, Goldman ha producido una serie de obras ambiciosas y experimentales que en poco se parecen a lo que se publica en el mundo anglófono. Es autor de las novelas The Long Night of White Chickens (1992), The Ordinary Seaman (1997), The Divine Husband (2004), Say Her Name (2011) y Monkey Boy (2021), esta última nominada al Premio Pulitzer en 2022. Ha escrito para The New Yorker, Harper’s, Esquire y The New York Times, y también ha publicado dos libros de no ficción: The Interior Circuit: A Mexico City Chronicle (2011) y The Art of Political Murder: Who Killed the Bishop? (2014).

En agosto de 2023 visité a Goldman en su casa ubicada en el barrio de San Miguel Chapultepec de la Ciudad de México, donde vive con su esposa Jovi y sus dos hijas. A lo largo de una tarde, hablamos de su vida y literatura entre fronteras, de su relación con textos y autores latinoamericanos, de la recepción de sus libros en ambos lados de la línea divisoria norte-sur, de su permanente fascinación por la biografía de José Martí, y de la novela sobre la ciudad portuaria de inmigrantes que lleva planeando desde hace veinte años. La entrevista ha sido editada para mayor extensión y claridad.

Como lector, siempre me ha llamado la atención lo mucho que dialogas con la tradición literaria de Latinoamérica, y te asocio más con escritores latinoamericanos de tu generación (Roberto Bolaño, Juan Villoro, Horacio Castellanos Moya, etc.) que con autores estadounidenses. Me gustaría hablar sobre tu relación con distintas tradiciones literarias, pero empezaré preguntándote qué autores o textos latinoamericanos te han marcado más como escritor y cómo ha cambiado tu relación con la literatura latinoamericana a lo largo de tu carrera.

Podría estar hablando de eso todo el día porque, en realidad, la literatura latinoamericana ha sido la tradición con la que he estado más comprometido desde hace mucho tiempo. Cuando era adolescente, en los años setenta, leía a gente como Vonnegut, Salinger, las mismas cosas que leían la mayoría de los niños estadounidenses de la época. Cuando era estudiante empecé una novela. Incluía cosas sobre las que he estado escribiendo intermitentemente desde entonces: mi adolescencia, mi ciudad natal, mis padres, las jóvenes guatemaltecas que vivían con nosotros. Mi propia especie de Less Than Zero (aunque el libro de Easton Ellis no se había publicado aún) sobre cómo crecí en Massachusetts en ese mundo de drogadictos y violencia, en una ciudad muy blanca que era mayoritariamente de clase trabajadora, aunque también tenía barrios muy ricos. Mi profesora de escritura creativa, la poeta Josephine Clare, envió la novela a un escritor de Nueva York y este le dijo que podría publicarla. Pero algo en mí sabía que no quería empezar con ese tipo de libro. Yo iba en otra dirección. Por aquel entonces también intuía que mi relación con la literatura estadounidense siempre iba a ser algo confusa, incluso jodida, debido a mi origen étnico. Mi padre era judío, de una familia de inmigrantes ucranianos, pero mi madre era guatemalteca, una mestiza católica, de sangre maya, africana y española. ¿Y dónde encajaba yo? Sabía que no iba a escribir sobre familias judías en los suburbios estadounidenses. Intuía que eso era lo que se esperaba de mí. La gente siempre quiere situarte y categorizarte, y un apellido como Goldman parece decirles, a menudo, todo lo que necesitan saber.

En tu novela Monkey Boy, la madre de Frankie es quien te introduce en la literatura latinoamericana. ¿Fue así en la vida real?

Sí, absolutamente. Ella siempre fue mi gran influencia en eso y en muchas otras cosas. Mi madre había sido profesora de español, pero a medida que avanzaba en su carrera, llegó a dar algunas clases de literatura. Estaba suscrita a la revista Latin American Review, que publicaba mucha ficción y ensayos de vanguardia. El boom ya estaba en marcha, pero el primer escritor del boom que leí fue Manuel Puig, ya al final de la época. Debió ser en algún momento del instituto. Creo que el siguiente libro que leí fue El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, que pareciera la menos anticuada, la más contemporánea de las grandes novelas del boom, con su especie de ambiente gótico punk, sus sexualidades ambiguas, entre otras cosas. En cualquier caso, recuerdo que en la secundaria mi madre me hablaba de Cien años de soledad, de García Márquez, que no leí enseguida, pero sí recuerdo estar enfermo en casa y que ella me lo leyera en voz alta. Para todo el mundo en Estados Unidos, Cien años de soledad y el boom era realismo mágico, el tópico de la abuela flotante y demás. Pero la profunda percepción de mi madre, que nunca olvidé, era lo profundamente arraigado en la realidad que estaba todo aquello. Recuerdo que ella me dijo que le parecía un libro muy triste porque le recordaba mucho al pueblo de nuestra familia en la costa sur de Guatemala, una zona ganadera y azucarera en las tierras bajas y calurosas como Macondo, que recuerdo haber visitado de pequeño. Eso me dio una imagen vívida de cómo era Macondo. Era un lugar triste, caluroso, pobre y lluvioso, y toda esta fantástica y extravagante narrativa era una forma de vencer el tedio y la tristeza, una cualidad alucinatoria que emergía del calor húmedo.

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He leído varias de tus primeras entrevistas en las que hablas en profundidad de la influencia de García Márquez como escritor de ficción, pero también como periodista. Cuando regresaste a Guatemala en la década de 1980, ¿sentiste que, efectivamente, te alejabas de los modelos de Vonnegut y Salinger que acabas de mencionar para acercarte al boom latinoamericano?

Creo que tenía mi propia mezcla. Incluso en ese momento me decía a mí mismo: “No soy un escritor de ficción estadounidense. No puedo ambientar historias en los suburbios. Ni siquiera puedo ambientarlas en Nueva York. No pertenezco a nada de aquí”, así es como me sentía. Me sentía profundamente incompleto, de alguna manera, y sentí que necesitaba ir a Guatemala y quedarme allí para completarme. Era muy consciente de que los escritores que más me gustaban, como García Márquez en aquel momento, Vargas Llosa, V. S. Naipaul y también Graham Greene habían trabajado como periodistas. También se me quedó grabada una lección que aprendí de Borges. En mi primer año de licenciatura en Michigan, Borges vino a dar una conferencia. Nunca lo olvidaré. Todavía recuerdo de memoria un montón de cosas que dijo, una de las cuales fue: “Nunca te conviertes en el escritor que sueñas llegar a ser”. Por ejemplo, dijo, “siempre soñé con convertirme en un Conrad, un Kipling”. Para entonces, lo que soñaba era convertirme en un Borges, un Calvino. Y, sin embargo, me sentía muy atraído hacia esa otra cosa. Era 1978 y estaba terminando mis estudios universitarios, aunque en realidad no me licencié. Me mudé a Nueva York desde Michigan con mi novia de entonces. Cuando rompimos, trabajaba en restaurantes e intentaba escribir relatos cortos para inscribirme en un programa de maestría; no sabía qué otra cosa hacer. Pero con la guerra en marcha en Centroamérica, en el 79, una guerra entre mis dos hogares, en cierto sentido, supe que tenía que estar allí. Sabía que, si iba a haber algún lugar para mí, ese podría convertirse en mi lugar. Cuando fui a Guatemala fue cuando mi vida realmente cambió.

¿Estabas pensando en el New Journalism norteamericano? O sea, esa tradición del observador participante.

No. Mis héroes eran personas para las que el periodismo era, al menos en parte, una puerta de entrada a la escritura de novelas: García Márquez, Vargas Llosa, Naipaul, Graham Greene.

¿No es esa la novela de no ficción que tanto éxito tuvo en Estados Unidos en los años sesenta?

Nunca me gustaron las novelas de no ficción. Todavía hoy, la gente supone que El arte del asesinato político estaba influido por A sangre fría, de Truman Capote. Pero no me gustó nada, no me gustó la forma en que Capote se convirtió a sí mismo en protagonista, y no tenía ningún interés en La canción del verdugo de Mailer. Sí me gustó Joan Didion, no su interpretación de El Salvador, sino su forma de escribir, especialmente, El álbum blanco. Me encantaba Michael Herr.

A mí el comienzo de El arte del asesinato político me recuerda más a Crónica de una muerte anunciada que a A sangre fría.

Si tuviera que impartir un curso de periodismo, sin duda incluiría Crónica de una muerte anunciada en el programa. Pero volviendo a esa época por un momento, era 1979, y yo estaba en Guatemala intentando ser escritor de ficción, y la realidad de lo que estaba ocurriendo en Centroamérica era abrumadora. Mi tío me dejó quedarme en una habitación –o en realidad en un par de habitaciones– que había sido el apartamento de mi tía abuela solterona. Tuve mucha suerte de tener un lugar donde quedarme, porque eso me permitía simplemente vivir allí, en Ciudad Guatemala, y tal vez vender dos artículos de revista al año. Tenía cero dinero, había veces que no podía ni pagar una cerveza. En fin, es una larga historia, pero todo aquello fue una inmersión, un reto educativo. No podía escribir ficción, no encontraba mi equilibrio imaginativo. Aquella realidad, tanto sufrimiento y violencia, tanta maldad también, era demasiado demoledora. Por supuesto, también fui testigo de tanta valentía y bondad, muchas de ellas condenadas al fracaso. Empecé muchos relatos cortos, pero todos se convertían en diatribas contra la administración Reagan o algo así. El libro realmente importante para mí, el que me mostró el camino a seguir, fue el libro de Mario Vargas Llosa sobre García Márquez [García Márquez: historia de un deicidio], que estuvo descatalogado durante décadas, incluso en español, hasta hace muy poco. Es mi volumen más preciado. Lo tengo en la habitación de al lado. Ahora está hecho un guiñapo, pero nunca olvidaré un fin de semana que fui al lago Atitlán, en Guatemala, y lo leí. Fue un gran curso de inmersión sobre la diferencia entre periodismo y ficción y lo que hay que hacer para traducir el horror político, la violencia y la tragedia en ficción. En eso consiste realmente la brillantez de ese libro. Y me cambió. Ese libro fue un año entero de universidad.

¿Podrías avanzar un poco en el tiempo y hablarnos de Roberto Bolaño? Fuiste uno de sus primeros defensores en el mundo anglosajón.

La primera vez que recuerdo haber oído hablar de Bolaño fue cuando yo vivía en la colonia Condesa, en la Ciudad de México, alrededor del año 2000, y vivía a mi lado un escritor que se llamaba Mauricio Montiel. Ahí nos juntábamos siempre, con Horacio Castellanos Moya, a veces Mario Bellatin, David Lida, Bernardo Esquinca. Y recuerdo que Montiel –que era muy amigo de Bolaño, y también de García Márquez, curiosamente–, él y Horacio fueron los primeros que me hablaron de ese tipo. La escritura de Horacio significaba mucho para mí. Habíamos sido amigos en Guatemala durante los años en que él trabajó en El Periódico, y más tarde, coincidimos aún más en Ciudad de México. Horacio y Montiel siempre hablaban de Bolaño, pero yo no había llegado a leerlo, aunque sabía que tenía que hacerlo en algún momento. No empecé a leer a Bolaño hasta que estuve con [mi primera esposa] Aura [Estrada]. El primer libro que leí de Bolaño fue Estrella distante, en 2003, era su ejemplar, y me dejó alucinado.

También fue el primer libro de Bolaño que leí. Tuve la misma reacción.

Lo leí en la playa, en la misma playa, Mazunte, donde, en 2007, Aura tuvo su accidente mortal en las olas. Así que ahí empezó todo.

En varias entrevistas con Barbara Epler, de New Directions, ella ha dicho que fuiste el primero que le habló de Bolaño. Debió de ser por aquella época, ¿no?

Sí, en cuanto leí a Bolaño me enamoré de su escritura. Y cuando me reuní con Bárbara me preguntó: ¿a quién debo publicar de América Latina? Le dije, tienes que publicar a Bolaño. Y dije lo mismo de César Aira un poco después. También le recomendé a Horacio Castellanos Moya y a Rodrigo Rey Rosa. En Ciudad de México, hacia finales de los ochenta, encontré la primera novela de Horacio, La diáspora, en una librería de segunda mano. La había publicado una editorial universitaria salvadoreña. Fue la primera vez que leí a alguien de mi propia generación centroamericana, que escribía con la desilusión ideológica, la alienación y la rabia que yo también sentía entonces, y que me separó de las actitudes simplistas y políticamente correctas sobre Centroamérica, tan comunes entre mis coetáneos de Estados Unidos, es decir, entre los pocos que prestaban atención a Centroamérica. Me enorgullece que la primera vez que escuché la frase “políticamente incorrecto”, fue una referencia a mí mismo y a mi periodismo, hecha por un periodista bastante conocido, estridentemente de izquierdas, que, como muchos de los estridentemente de izquierdas de entonces, ahora es más de derechas. La experiencia política de Bolaño en ese tipo de dictaduras, resistencias y guerras viene de la Sudamérica de los setenta y la nuestra fue, obviamente, la Centroamérica de los ochenta. Pero, por supuesto, él era de nuestra generación, la generación que presenció y participó en la matanza latinoamericana de la Guerra Fría. Y para mí era muy importante leer a escritores que se enfrentaban a la misma cruda realidad que dio forma a gran parte de mis primeros años de adultez. Cuando leí a Bolaño, ya había escrito mis tres primeras novelas y la tercera estaba a punto de publicarse. Sin embargo, su lectura no hizo sino profundizar y ampliar mi comprensión de aquella época. Él tiende un puente, sobre todo en 2666, entre aquella época latinoamericana y esta, un infierno diferente, y en Los detectives salvajes, hacia el tipo de paraíso urbano en el que me encontraría viviendo cuando me mudé a Ciudad de México por primera vez en 1993.

Volviendo a lo que has dicho antes de que el periodismo es un vehículo para la ficción, te he oído expresar tu frustración con críticos estadounidenses que han calificado Say Her Name de memorias, a pesar de que has declarado que ficcionalizaste deliberadamente muchas partes. En una de esas entrevistas, mencionas a Bolaño y Philip Roth como dos escritores destacados que han utilizado alter egos con buenos resultados. ¿Fue Bolaño un modelo para ti a la hora de ficcionalizar tu propia vida?

Creo que la gente en Estados Unidos… son muy pinches. Intentan encajonarte y a veces casi maliciosamente quieren reducirte y malinterpretarte. ¿Por qué? Es algo mezquino, o intelectualmente superficial, no lo sé. James Wood tenía toda la razón cuando se refería a la autoficción en el primer párrafo de su reseña de Monkey Boy en The New Yorker, donde decía que la novela autobiográfica existe desde siempre. No tiene nada de nuevo. ¿Qué es la autoficción? Nunca se me había ocurrido escribir autoficción.

No te voy a hacer mi pregunta al respecto entonces.

No, claro que tengo cosas que decir. Fui a una conferencia sobre autoficción organizada por el Departamento de Francés de la Universidad de Nueva York y allí aprendí lo que era literalmente la autoficción. Lo que entendí en esa conferencia, en la que participaron figuras destacadas de la autoficción francesa, es que es como un juego oulipiano de restricciones autoimpuestas en el que das forma al libro como si fuera una novela, pero no se te permite inventar nada. Tiene que ser absolutamente cierto. Eso no es lo que hice en mis novelas.

Sí, creo que incluso entre los críticos hay diferentes formas de entender el término “autoficción” en relación con distintas tradiciones. Pero en general estoy de acuerdo contigo. La autoficción es también la tradición norteamericana. Quiero decir, es Whitman, es Hemingway, Didion.

Qué es más autoficcional que Herzog o Las aventuras de Augie March una vez que lees sobre la biografía de Saul Bellow.

O James Baldwin

O James Baldwin.

Sí, sí, pero me sigue pareciendo interesante que, cuando leo tu obra, pareces inspirarte en estas tradiciones de la novela autobiográfica, o como queramos llamarla. Bolaño puede ser una fuente para ti: el modo en que el personaje de Belano sirve de barómetro para registrar la violencia que sucede a su alrededor, especialmente en un libro como Estrella distante. Y con Roth, la influencia podría estar en el modo en que sus novelas ponen constantemente en escena la demanda de autenticidad étnica, de la familia judía, en su caso, pero también del mundo literario. Me encanta la escena de Monkey Boy en la que el reportero de The Boston Globe le pregunta a Francisco Goldberg, el narrador guatemalteco-estadounidense que está claramente inspirado en ti, ¿cuál es su esencia?

Sí, sí, fue una locura. Esa parte, lo admito, está basada en un incidente real. Goldberg fue inmediatamente sospechoso para ese reportero, un irlandés de Boston, como alguien que escribía sobre guatemaltecos con apellido judío. El reportero pensó que le iba a pillar por afirmar ser algo que no era, y le dice: “Hemos recibido un fax de una chica con la que fuiste al instituto que dice que en realidad no eres guatemalteco, ¡eres judío!”. Y Goldberg responde: “Exactamente, y todo este tiempo he estado ocultando mi verdadera identidad bajo el apellido Goldberg”.

¿Crees que esta idea de que la judeidad de Goldberg y tu guatemaltelidad son mutuamente excluyentes tiene algo que ver con el hecho de que, para tu generación, el concepto de escritor latino era menos accesible que ahora?

Cuando empecé a escribir, la idea de la escritura latina no existía realmente, no en la forma en que surgió más tarde. Era muy consciente de que había un tipo de escritura puertorriqueña impresionante en Nueva York, el Nuyorican Poet’s Café, y de que obviamente había una tradición chicana por ahí con la que yo no estaba muy familiarizado, pero sabía que existía, incluso antes de haber oído hablar de Sandra Cisneros, Dagoberto Gilb o Gloria Anzaldúa. Más tarde pensé que así era cómo se etiquetaba ese tipo de escritura. Pero no era eso lo que me atraía porque, obviamente, no era mi experiencia. Crecí en un hogar muy guatemalteco-americano, pero también era un hogar transnacional, y yo tenía un sentido transnacional de la realidad. Guatemala fue importante para mí desde que era niño. Allí estaban mis parientes más cercanos, en parte porque allí mis primos estaban más cerca de mi edad que mis primos estadounidenses, que eran mucho mayores que yo. Era donde quería ir los veranos. Era el lugar sobre el que quería aprender. Hubo un periodo, cuando estaba en la escuela primaria, en el que lo rechacé porque causaba demasiada confusión en el mundo de la clase trabajadora blanca en el que crecí, que podía ser brutalmente racista, aunque fuera divertido en otros aspectos. Pero mis dos personas favoritas en el mundo estaban en Guatemala, mi tío, que era el dueño de la juguetería familiar, y Abuelita, mi abuela. Todos los años, mis parientes guatemaltecos me visitaban y traían a mi vida y a mi casa un ambiente totalmente ajeno a Nueva Inglaterra. Cuando mi tío venía para la Feria Internacional del Juguete, también hacíamos viajes a Nueva York y visitábamos todas esas oficinas extraordinariamente evocadoras del centro, donde tenían sus oficinas las empresas jugueteras y los encargados de los envíos.

Mi abuelo también se dedicaba al negocio de los juguetes en Nueva York; su especialidad eran las muñecas. Así que eso también formó parte de mi infancia, ir a Nueva York a visitar las oficinas. La empresa para la que trabajaba era Goldberger Dolls, hablando de Monkey Boy.

Guau. Es fantástico. Nathaniel, el marido de Esther Allen, también tiene raíces en el negocio de los juguetes. De todos modos, mi tío siempre estaba relacionado con ese mundo. Así que sí, siempre tuve la sensación de haber crecido en esta ciudad de Nueva Inglaterra tan tradicional, dura y físicamente hermosa, pero gran parte de mi vida estuvo envuelta desde muy pronto en Guatemala. Así que con el tiempo empecé a considerarme una especie de escritor latinoamericano que escribía en inglés, pero que también tenía raíces muy profundas en Estados Unidos, aunque no necesariamente judías. Me encantaba Salinger, me encantaba Bellow, Grace Paley, pero también me gustaba mucho Nueva Inglaterra. Esas tradiciones literarias de Nueva Inglaterra marcaron mucho mi imaginación. Mi Nueva Inglaterra en muchos sentidos es un paisaje literario eterno e interno que viene de Melville, Hawthorne. Estoy deseando volver a sumergirme en Moby Dick este verano para la novela en la que estoy trabajando ahora. Por paisaje literario interno me refiero a que, si voy a escribir ficción ambientada allí, voy a buscar y escuchar conscientemente esos ecos y fantasmas literarios. Por remotos que sean, van a estar presentes de algún modo en los patrones más profundos de la escritura.

Ahora bien, cuando ocurrió todo el asunto de los latinos, cuando descubrí que mis propios escritos se mencionaban en relación con esa categoría, supuse: “Ah, eso debe incluirme”. Pero en realidad yo no encajaba. Me dedicaba a otra cosa. Había mucho realismo mágico en la literatura latina de Estados Unidos en un momento en que los escritores latinoamericanos decían: no, no, eso se acabó. Mi generación es la de Castellanos Moya, Rey Rosa, Bolaño, no es realismo mágico, aunque ciertamente tampoco es realismo americano de escuela MFA. Tienes que encontrar un nuevo camino, o tu propio camino. Cuando escribía La larga noche de los pollos blancos, estaba seguro de que, más que intentar escribir directamente sobre la identidad, quería manifestarla de forma literaria. Realmente pensé en el libro como un libro mestizo. Iba a combinar la clásica narración judeoamericana en primera persona con la “novela totalizadora” del boom latinoamericano, una historia contada por todos. Esa era mi idea, por aquel entonces, de cómo ser un escritor latino –o latinx, como decimos ahora–. Es muy extraño, pero supongo que ahora ya no pienso en la escritura de esa manera.

¿Esa sensación de ser un extraño literario en Estados Unidos influyó en los escritores hacia los que te sentiste atraído? ¿En los que se convirtieron en tus amigos?

Bueno, siento que, en este momento de mi vida de escritor, soy amigo de muy pocos escritores de ficción de mi edad. Hay algunas excepciones en inglés, Colm Tóibín, por ejemplo, que es uno de mis amigos más queridos. Annie Proulx, una escritora mayor que yo, también es amiga mía, al igual que Richard Ford, mi profesor de escritura creativa cuando estudiaba en la Universidad de Michigan. Pero la mayoría de mis amistades íntimas con escritores son ahora con escritores mucho más jóvenes. Mis amigos más íntimos, escritores de ficción, son Alejandro Zambra, que también es mi vecino de al lado aquí en Ciudad de México, y Yuri Herrera. En Estados Unidos, la mayoría de mis amigas íntimas, escritoras de ficción, son escritoras más jóvenes que yo. ¿Qué recibo de ellas como escritor que lee? Me lo preguntaba esta mañana. Estaba pensando en tu libro [Anxieties of Experience: The Literatures of the Americas from Whitman to Bolaño], en el que hablas de cómo la escritura estadounidense estuvo tan aislada de las fuentes literarias internacionales –y en particular de las latinoamericanas– durante la mayor parte del siglo XX. Y creo que eso ya no ocurre. Pienso en los escritores estadounidenses que admiro, y que también son buenos amigos, algunos de mis mejores amigos: Rachel Kushner, Rivka Galchen, Susan Choi, Lauren Groff, Kiran Desai, Valeria Luiselli (que escribió su última novela en inglés), Maaza Mengiste e Idra Novey. Todas ellas son super literarias en el sentido que comentas, todas realmente comprometidas con la literatura más allá de la estadounidense. También son políticamente conscientes e inteligentes, y no solo sobre temas estadounidenses. Rivka tiene probablemente la mayor influencia latinoamericana: para ella es la vanguardia latinoamericana: Bolaño, sin duda Borges, sin duda Aira, son los escritores que han contribuido a modelar su estética y sus ideas de escritura. Lauren Groff siempre cita 2666 como un libro importante para ella, al igual que Kiran con Los detectives salvajes. Y, obviamente, las influencias de Valeria no se limitan a la ficción estadounidense contemporánea.

¿Y quizás la otra cara de la moneda es que también estás mucho más integrado en el mundo literario de México y Latinoamérica que en el de Estados Unidos?

Bueno, sí me siento más cómodo aquí, en Ciudad de México. Creo que aludiste a ello en aquella hermosa carta que me escribiste en la que me preguntabas si pensaba que mi peculiar etnia me había marginado de alguna manera. Olvido tus palabras exactas. Pero la respuesta es: Sí, sin duda. Esa es una de las razones por las que necesito estar aquí. Porque, francamente, si viviera en Estados Unidos, sin duda me sentiría frustrado y probablemente, en cierto modo, enfadado. O me encerraría en mi burbuja y lo ignoraría. Mientras que aquí, es como si pudiera olvidarme de ello de una manera realmente importante. Es un poco extraño lo que me ha pasado en Estados Unidos. El esposo divino solo tuvo reseñadores hombres blancos en la prensa literaria convencional. Solo recuerdo a una mujer, y esto incluye también a la prensa británica. Algunos de los críticos más destacados parecían no tener ni idea de quién era José Martí, o de su importancia para nosotros en América Latina. O porque pensaban en Martí como un “gran hombre” de América Latina, asumían que el retrato de la novela debía ser solemne, tal vez pensaban que, como varones anglosajones blancos, tenían prohibido entrar en la irreverencia del libro o pensaban que la irreverencia era una traición. Un crítico llegó a decir que yo tenía la obligación de escribir sobre Martí como él hubiera querido que escribieran sobre él. ¿Te lo puedes creer? También podría ser culpa mía, tal vez no logré salvar la brecha entre nuestras culturas, entre sus expectativas sobre cómo debería ser una novela sobre Martí y lo que yo había hecho. Si se sintieron perdidos en el libro, podría haber sido culpa mía. Pero hubiera sido bueno tener uno o dos críticos latinxs, que se hubieran sentido más a gusto con el libro, que hubieran entendido sus contextos, que hubieran podido poner algo de esa información, o una interpretación informada, al descubierto.

Si nos fijamos en mi relación con el The New York Times Book Review a lo largo de treinta años, a veces han tratado muy bien mis libros y a veces los han tratado fatal. Y, por supuesto, así son las cosas allí. Pero como seguro sabes, cuando eres un escritor de color, un escritor de una minoría, cuando reseñan tu libro, tienden a hacerlo coincidir con otra persona de color o con un crítico de una minoría. Cualquiera puede hojear esas páginas y ver que en la mayoría de los casos esto es cierto. Pero nunca han hecho eso con uno de mis libros, ni siquiera una vez en mi carrera. ¿Qué te dice eso? Te dice que hay una especie de fanatismo, y que ese fanatismo, si viene de un lugar como el The New York Times Books Review, es sobre todo un fanatismo liberal blanco que dice que un escritor con un apellido judío no puede ser considerado un “latino”, o una persona de color de ninguna manera, incluso si su escritura, en términos de su contenido obvio al menos, es tan latinoamericana, o tan arraigada en la inmigración guatemalteca, como obviamente lo es la mía. ¿No es extraño? Quiero decir, no solo es raro, es idiota e ignorante.

Es discriminatorio.

En ninguna publicación del noreste he recibido reseñas de nadie que no sea blanco. Pero sí me han reseñado latinos en el oeste, en el suroeste, en Florida, y en lugares como The Nation, Believer y Bookforum. Claire Messud, que es franco-argelina, reseñó The Divine Husband en Bookforum, una reseña increíblemente generosa. Recuerdo que mi editor me dijo: “Tu vida sería muy diferente si Claire Messud hubiera reseñado el libro en The New York Times Book Review”.

Es una locura, porque muchos de mis autores latinos contemporáneos favoritos, como Junot Díaz y Daniel Alarcón, han hablado largo y tendido sobre la influencia que ha ejercido en ellos tu obra sobre América Latina.

Son los editores. Es la corriente dominante. No lo entendí hasta que leí White Girls, de Hilton Als. En el primer ensayo, “Tristes Tropiques”, escribe sobre un intenso amor platónico de adolescencia por una chica que era mitad judía y mitad puertorriqueña, antes de que él hubiera salido del armario, o quizá incluso de que se diera cuenta del todo de que era gay. Ella sufrió mucho porque sentía que en Nueva York no le permitían ser ni judía ni puertorriqueña. Y Als tiene esta línea en la que escribe algo así como: la particular estupidez de Nueva York es su necesidad de categorizarlo todo y su capacidad para categorizar solo lo más obvio. En ese Nueva York, lo más obvio es tu apellido. Así que eso es lo que eres.

Todo esto me resulta muy interesante como medio judío cuyas raíces judías están por parte de madre. Mi abuela se llamaba Rosalie Roth Rosenblum, pero ahora soy Jeffrey Lawrence, así que lo judío ha quedado completamente camuflado. Me fascina el momento de Monkey Boy en el que hablas de tu envidia por los escritores judíos o medio judíos con nombres no judíos.

¿Verdad? Si hubiera sido lo bastante listo cuando tenía 26 años y publicaba mis primeros relatos cortos, podría haberme hecho llamar Frank o Paco Goldman Molina, o incluso podría haber utilizado simplemente Frank Molina, el apellido de mi madre. Mucha gente lo hace. Tengo que admitir que me dolió un poco enterarme de que el nombre original de Frank Gerhy era Frank Goldberg. Como Goldberg, ¿se habría convertido realmente en este icónico gran arquitecto estadounidense? Me parece prohibido hasta mencionar este tema.

Hay algo en esto que me resulta muy deprimente.

Sí, claro. Durante mucho tiempo sentí eso. Ahora me alegro de estar en la posición en la que estoy, capaz de reflexionar sobre todo esto como lo estamos haciendo. Nadie ha abordado este tema con más brillantez y agudeza que Natalia Ginzburg. No solo abordó la cuestión de haber sido criada esencialmente como cristiana con un apellido judío. También repudió absolutamente los esfuerzos deliberados de otras personas por encasillarla. Básicamente decía que no somos mitad y mitad, sino ambas cosas a la vez. Soy totalmente quien soy, totalmente católico, totalmente judío. Y si tienes un problema con eso, bueno, es tu problema. No es mi problema. Lo aprendí de ella, fue como si de forma inesperada te entregaran un traje de casi un siglo de antigüedad y te quedara perfecto y precioso.

Puede que todo esto me doliera porque quería sentirme incluido. Pero ahora he abrazado la condición de outsider. Siento una verdadera riqueza en mi condición forastera. A pesar de lo profundamente vinculado que me siento a Guatemala –y me identifico como guatemalteco-estadounidense, lo cual no me parece inexacto, y ni siquiera excluye la etnia judía que proviene de mi padre–, no pertenezco a ningún grupo más amplio. Y me doy cuenta de que ahora, cuando hago lecturas y voy a las universidades, hay muchos más chicos como nosotros. Ahora hay muchos matrimonios mixtos. Hay tanta gente poniendo un guion entre sus dos apellidos. Me he dado cuenta de que los jóvenes no quieren que les digan que tienen que ser solo una cosa. No quieren ser catalogados ni encasillados. La identidad puede ser un asunto complejo, por supuesto, y siempre lo ha sido. La gente no debería someterse a lo que es esencialmente una estrategia de marketing, aquello que la obliga a verse como una sola cosa.

Eso me hace pensar en otra pregunta que tengo sobre la literatura y la academia. En Di su nombre, una parte importante de la historia es el intento de tu esposa Aura Estrada de embarcarse en una carrera literaria mientras obtiene un doctorado. Hay una frase genial en el libro en la que se refiere al ensayo de Michel Foucault “¿Qué es un autor?” como una telaraña tejida por una araña demente y genial. Como alguien que respeta mucho a esa araña demente, me pregunto cómo ves la relación entre la literatura y la teoría literaria a modo general.

Me encanta leer buenos textos críticos, incluida la teoría crítica. Aunque no la entienda del todo. Te ayuda a cuestionar cosas de las que, de otro modo, serías inconscientemente cómplice. Te desafía a pensar, leer e imaginar de formas desconocidas. Pero en el caso de Aura, ella realmente quería ser escritora con todo su corazón y toda su alma, y se sintió frustrada por un tipo particular de crítica muy ideológica que actuaba como si el amor por la literatura fuera totalmente ingenuo. Sin embargo, por lo que he leído en la London Review of Books y en otros sitios, esa noción por fin se está desvaneciendo un poco. Hay un nuevo movimiento en la literatura que reconoce la importancia de los personajes, por ejemplo. No es estúpido hablar de sentirse emocionalmente afectado por un personaje. Así que eso puede ser una evolución en los estudios literarios desde que Aura estudiaba.

Este podría ser un buen momento para hablar del papel de José Martí como personaje de tu novela El esposo divino. La novela gira en torno “La niña de Guatemala”, un poema que Martí compuso en 1891 sobre una relación amorosa que tuvo durante el año que pasó en Guatemala a partir de 1876. En las entrevistas has hablado del tiempo que te llevó investigar a Martí para el libro: más de una década, creo. Parte de esa investigación parecía la que haría un erudito para un artículo académico, pero por supuesto tu objetivo final era convertirlo en un personaje de tu novela. ¿Puedes hablar de lo que Martí significa para ti como figura histórica y como alguien cuya vida y obra constituyen el núcleo de una de tus novelas más ambiciosas?

Cuando tuve la idea de El esposo divino, estaba literalmente quemado por Centroamérica, la guerra, la violencia, la política. Y, como ya he dicho, había llegado a ese punto, ese punto Bolaño, ese punto Horacio Castellanos Moya, en el que me dije: “maldición en todas vuestras casas, a diestro y siniestro. Estoy cansado, quiero fantasía, quiero pura literatura nerd”. Y era una tarde lluviosa en Ciudad de Guatemala y me paré en la acera y me pregunté: ¿qué hay detrás de ese poema de Martí? ¿El famoso sobre la niña guatemalteca que murió de amor por él? Y recuerdo que crucé literalmente la calle y fui a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, un lugar maravillosamente decrépito, tenías que sentarte junto a las ventanas porque las luces no funcionaban, y empecé a leer todos esos periódicos de la década de 1870 que prácticamente nadie había mirado desde entonces. Y me enamoré de esa escapada a la Guatemala del siglo XIX. Era como un mundo de fantasía para mí. Un día encontré un anuncio en un periódico puesto por el propio José Martí, para una clase de composición o escritura para mujeres. Y llené montones y montones y montones de cuadernos escribiendo detalles curiosos sobre esa ciudad del siglo XIX que se modernizaba tan decididamente. Me enamoré de investigarla. Luego aparté todas esas notas y dejé que se hundieran en mi propio subconsciente, de modo que se convirtieron en mis propios recuerdos de un lugar y un tiempo lejanos. Eso es lo que realmente me impresionó cuando ayer releí El esposo divino para esta entrevista. No lo había mirado desde 2004 más o menos. Me sentí tan orgulloso al releer la novela y pensar: esta es la Ciudad de Guatemala en la década de 1870, cada detalle es correcto. En aquel entonces, a medida que profundizaba en Martí, lo que realmente me atrajo de él fue que me di cuenta de que sus lugares eran mis lugares. Dejó Cuba siendo muy joven, se fue primero a Ciudad de México, luego a Ciudad de Guatemala, volvió a Ciudad de México y se fue a Nueva York. Pasa todos esos años en Nueva York como freelance empobrecido, gran parte de ese tiempo miserable y solitario. Todo eso me conmovió mucho. Así que me metí de lleno en Martí a través de su sentido del lugar. Y me obsesioné con su vida personal porque su vida amorosa era tan angustiosa, tan atormentada, tan frustrada. Y era tan romántico. Quería hacer el bien en todos los sentidos, y a menudo, como nos pasa a todos, lo estropeaba todo. Me quedé completamente fascinado por este hombre oculto.

Hace poco hablaba con un amigo de Cuba sobre Martí y me contaba lo difícil que es para los autores cubanos tratar a Martí como escritor y como persona privada, ya que la hagiografía construida en torno a él como mártir político es muy intensa. Tú has dicho algo parecido en entrevistas con Esther Allen y Eduardo Lago. ¿Crees que tenías más licencia para tratar la vida personal de Martí a causa de tu posición fuera de la tradición cubana?

No sé si realmente puedo afirmar que soy un experto en la tradición cubana, aunque he pasado tiempo en Cuba, incluso en el Centro de Estudios Martianos, y la gente me ayudó mucho. El personaje principal del libro es la joven mestiza guatemalteca, María de la Nieves, y ella nunca, a lo largo de su larga vida, se despreocupó de lo que sabía sobre Martí, sentía esa responsabilidad de ser fiel a la casi santidad del gran apóstol y mártir. Yo quería crear una mujer que se fuera a la tumba sin decir la verdad sobre su relación con Martí por ese sentido de deber sagrado –como todas las mujeres que habían intimado con él–. El reto para el novelista era escribir eso de tal manera que lleve al lector a descifrar e intuir, a imaginar también, aquello que María de las Nieves oculta. El reto, con una figura tan envuelta en la solemnidad pública, es ser irreverente y juguetón, sobre todo cuando hacerlo también es una forma de imaginar con veracidad.

Es fascinante. Como dices, el poema de Martí sobre Guatemala es el germen de la novela, pero la novela tiene tantos personajes diferentes y en verdad se centra en la figura de esta inmigrante transnacional, María de las Nieves. Ella llega a Guatemala desde Estados Unidos cuando es muy pequeña y acaba siendo adoptada por una familia guatemalteca. El libro trata de muchos lugares diferentes del hemisferio, pero también es, en gran medida, un libro sobre los Estados Unidos de finales del siglo XIX, y en particular sobre Nueva York. Sospecho que los lectores estadounidenses a menudo no se dan cuenta de esto porque El esposo divino casi siempre describe ese mundo a través de la perspectiva de sus personajes latinoamericanos.

Sí. Sin hacer grandes afirmaciones sobre el libro, creo que es razonable decir que tiene una especie de visión panamericana. Es una visión que me viene de mi propia vida, de todas estas diferentes partes de América que he conocido y sobre las que he leído.

Sí, y yo añadiría que en El esposo divino se ve realmente la conexión entre Estados Unidos y América Latina funcionando en ambas direcciones. La crítica Ariana Vigil dice algo muy astuto al respecto en su monografía sobre tu obra, Understanding Francisco Goldman. Básicamente, sostiene que mientras que los lectores estadounidenses están mucho más familiarizados con los patrones migratorios que han llevado a los latinoamericanos a Estados Unidos, tú te centras igualmente en la migración de Estados Unidos a Latinoamérica. En mi opinión, esta es otra característica de tu obra que te vincula con tu generación de escritores latinoamericanos. Muchos de mis escritores favoritos posteriores al boom –Bolaño, Ricardo Piglia y Cristina Rivera Garza me vienen inmediatamente a la mente– han estado obsesionados con la figura del estadounidense en América Latina. Y, por supuesto, eso se remonta al boom y más allá: Mr. Herbert en Cien años de soledad, Míster Danger en Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. Obviamente, estos escritores tenían fuertes críticas ideológicas a Estados Unidos como entidad geopolítica, algo que tu obra también tiene, pero entendían que los estadounidenses han ido a América Latina por diversas razones. No todos son gringos blancos y privilegiados. Tu obra describe muy bien los diferentes tipos de estadounidenses que van a Latinoamérica y muestra la textura de sus vidas una vez que llegan.

Sí, en la época en que se ambientó El esposo divino había muchos americanos que no paraban de salir y buscar su oportunidad fuera de sus fronteras. El libro de John Lloyd Stephen Incidents of Travel in Central America, de unas décadas antes, está lleno de todos estos gringos maravillosos y caprichosos. Hay un historiador maravilloso en la Universidad de Carolina del Norte, Alvis Dunn –es un buen amigo– que está totalmente obsesionado con la crónica de las historias de estos americanos. Algunos eran aventureros, pero otros eran simplemente almas perdidas, personas notables que a menudo simplemente aparecían. Por ejemplo, un boxeador neoyorquino que se hizo muy conocido en Ciudad de Guatemala. Una vez que estas personas llegaban a esas otras partes de América, no siempre les resultaba tan fácil marcharse. Llegaban en barco o por tierra en diligencia, y se quedaban unos años en el lugar para integrarse en la cultura. También había esclavos fugados, y también negros americanos que eran traídos para trabajar en el ferrocarril y que eran esclavos en todo menos en el título formal, una pesadilla tropical infernal. En New Bedford aprendí que el Underground Railroad no siempre iba del sur al norte, algunos de aquellos capitanes balleneros cuáqueros abolicionistas llevaban a los esclavos fugados en dirección contraria. Había toda una comunidad de esos esclavos fugados en el norte de México. Sus antepasados siguen allí.

Y todavía hay varios tipos de estadounidenses que acaban en Latinoamérica por varias razones, ¿verdad?

Absolutamente, no son solo los imperialistas y los capitalistas. Esta fue una parte muy importante de Centroamérica en los años ochenta. Había un montón de gente solidaria, mochileros hippies que aparecían sin ton ni son, todo tipo de misioneros religiosos, estudiantes de posgrado, traficantes de armas y cosas así, por supuesto, estafadores, etcétera. La monja lectora de poesía de Indiana que se convierte en la amante del periodista británico en Monkey Boy está basada en alguien que yo había oído nombrar pero a quien nunca conocí, aunque la vi una vez, alejándose del centro de una ciudad. Tengo muchas de estas historias de aquellos años. Mi mujer Jovi siempre me dice que tengo que encontrar la manera de escribirlas. Algún día, espero.

Quiero hacerte una última pregunta antes de terminar. Has publicado cinco novelas, dos libros de no ficción y numerosos artículos de investigación para revistas estadounidenses. Tu obra es muy variada. Pero en mi opinión –y en la de muchos otros estudiosos que han escrito sobre ti, pienso en particular en Kirsten Silva Greusz y Rodrigo Lazo– el hilo conductor de todo lo que has escrito es tu permanente interés por los lazos que unen a Estados Unidos y América Latina. No solo los lazos políticos y económicos, sino también los sentimentales, incluidas las historias de amor en torno a las cuales suelen construirse sus novelas. Como académicos, probablemente damos por sentado que tienes esta amplia visión hemisférica, porque eso es lo que queremos ver en ti. Sin embargo, cuando he escuchado tus entrevistas, a menudo hablas de cada libro como si tuviera su propia génesis. Por ejemplo, has dicho que La larga noche de los pollos blancos fue tu forma de unir tus mundos personales en Estados Unidos y Guatemala. Pero esto me lleva a preguntarme si hubo un momento específico en el que te dijiste a ti mismo, vale, lo que realmente busco es una especie de ciclo literario sobre las Américas. ¿Tuviste un momento Eureka? ¿O más bien surgió de forma gradual la sensación de que estaba trabajando en la larga historia de las relaciones hemisféricas?

Creo que en los primeros libros pensaba inconscientemente en una literatura ajena a la tradición estadounidense por la forma en que incorporaba la literatura latinoamericana y mi propia perspectiva binacional. Me sentí orgulloso de cómo lo hice en The Ordinary Seaman, una novela sobre una tripulación de marineros mercantes centroamericanos náufragos, varados en un muelle abandonado de Red Hook. Creo que los primeros libros, si se leen juntos, hablan por sí solos. No quiero reducirlos a ningún tipo de agenda política, porque creo que cualquier política que tengan los libros surgió de forma natural de la propia escritura. Pero también he tenido siempre el deseo de crear una literatura que encarnara este espacio que estaba reclamando para mí, que es Estados Unidos y Latinoamérica fundidos como solo pueden estarlo en una novela, o, en otro sentido, dentro del cuerpo de un ser humano, y desde luego dentro de un corazón, o en una conciencia en lucha. Especialmente Centroamérica, pero tal vez Latinoamérica en general, porque, por supuesto, la Ciudad de México es donde vivo, me he vuelto a casar, mi esposa Jovi y yo estamos criando un par de hijas, ningún lugar ha sido más mi hogar que la Ciudad de México ahora. La muerte de Aura me condujo más hacia la interioridad durante una trilogía de libros. Las emociones, los significados, las imágenes y las historias que buscaba eran íntimas. Pero eso también fue interesante, porque encontré en el espacio interior otra forma de explorar la misma dinámica. Y ahora el nuevo libro vuelve definitivamente en la dirección de The Ordinary Seaman y The Divine Husband. No hay elementos excesivamente autobiográficos en este libro. Privados, por supuesto. Nos comemos nuestras angustias, como dicen aquí en México, y eso alimenta lo que escribimos. Pero este es el libro que me disponía a escribir cuando murió Aura. Supongo que aborda algunos de los temas que siempre he tratado. Su ambientación está inspirada en New Bedford, la gran ciudad portuaria pesquera de Massachusetts. Lo que me atrajo de New Bedford al principio fue su comunidad de inmigrantes guatemaltecos, allí hay unos 20 000 guatemaltecos, la mayoría de ellos mayas de las tierras altas sin ninguna o casi ninguna conexión previa con el océano, con la industria pesquera. Pero durante tres siglos New Bedford había sido un centro neurálgico para todo tipo de inmigrantes. Ahora también hay allí otros centroamericanos, mexicanos, dominicanos. Los portugueses son el grupo de inmigrantes más numeroso, pero también hay noruegos, italianos, irlandeses, vietnamitas y francocanadienses. Es realmente una ciudad fronteriza clásica, sólo que en vez de en el desierto de Sonora, limita con el Atlántico Norte. Así que la cuestión ahora mismo es, ¿qué voy a hacer con todo esto en la nueva novela? Aún no estoy seguro. Solo sé que estoy muy decidido. Llevo como veinte años intentando desvelar el misterio de lo que quiere ser ese libro.


* Una versión de esta entrevista se publicó en inglés en Public Books.

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