No es nuevo el fenómeno de que una revolución sea excesiva en los primeros meses de su victoria. Lo fue la inglesa del siglo XVII. Lo fue la francesa del XVIII. Es que si se trata de una verdadera revolución, o sea, si va contra usos y no meramente contra abusos, su reacción rebasa, por lo común, el justo medio. Parece que el clásico lema griego: “En todo, la medida no puede regir en ambiente revolucionario”.

El primer exceso consiste en atribuir a tal o cual movimiento de renovación nacional un papel total y definitivo, cuando lo cierto es que en todos los casos la transformación, por vasta y sustancial que sea es un episodio histórico. La Historia se desenvuelve en etapas episódicas. La Revolución francesa, con su famosa Declaración y todo, no pudo ser panacea. Fue necesaria y su ideario ha funcionado, por decirlo así, hasta hoy, si bien muy quebrantado ya por la corriente socialista. Todo aquello se hizo bajo signo de Individualismo político y económico. Los tiempos cancelan poco a poco el cuadro de las teorías francesas. El que lo suplante tampoco será definitivo, sino otro episodio.

Por mi parte no soy ni apologista ni detractor en forma sistemática. Observo y examino según mis hábitos mentales. Comprendo que el hombre de acción se sitúe en plano de afirmaciones resueltas.

De modo que el primer exceso lo veo en atribuir demasiado al movimiento, y advierto que lo considero de gran significación en la América hispana.

¿Otro exceso? Los de las leyes que han ocupado la atención general en estos meses. Estudio insuficiente y prisa originan excesos, de tal suerte que surgen conflictos innecesarios para el gobierno. Desde luego que siempre los dañados en sus intereses se oponen y claman, aunque las medidas se tomen moderadamente. Pero no es lo mismo.

El exceso se manifiesta hasta en la rebaja de los sueldos de los ministros. Que se les asignaban mil quinientos pesos. Pues está bien. Un ministro no debe ganar menos. Buen número de médicos de la capital tiene cifra mayor como ingreso mensual. Se rebajan la mitad los señores ministros. Es puro error y afán de insólita novedad. Un alto cargo implica una dignidad que no es sólo oficial sino a la vez económica. Y sobre todo, que el quebranto del Tesoro durante los períodos presidenciales de Cuba, con alguna excepción, se deben al saqueo, al peculado, a los millones que cada presidente o ministro o jefe militar o alto funcionario ha querido apropiarse. No se debe a la cuantía de los sueldos.

Que el Presidente recibía diez o doce mil pesos. Estaría bien disminuir la cantidad, pero dejarla en lo que ahora tiene es… hasta ridículo. Para nada. Y no se arguya que esto se hace por preferencia personal o iniciativa de los “rebajados”. No, no es punto tan privado porque al cabo hay en ello una norma pública.

Estas observaciones no pretenden negar la virtud que la medida supone, aunque no faltará alguno de los afectados, que virtuoso y todo, piense como yo. Es que eso carece de objeto y un ministro necesita un haber condigno. Así que exceso aún en el referido reajuste.

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También exceso en el número de los discursos y en la extensión de cada uno. Esto recuerda aquel llamado “gobierno directo” de que trata Aristóteles en su Política, practicado en algunas ciudades griegas.

Por cierto, que habría mucho que notar en la palabra del doctor Fidel Castro. No retiene nada de la oratoria tradicional. Ni de la de fines del siglo XIX ni de la que afea los últimos decenios de la República. Su énfasis no es de pompa verbosa. No representa el verbalismo. Cada cláusula es hasta sobria. El exceso, por lo tanto, no es formal. Ha redimido la palabra pública de vicios que la debilitaban. El exceso está en la extensión del conjunto.

¿Exceso, en fin, en las imputaciones hechas al presidente Urrutia?

Aquí la opinión se divide y no entro en la cuestión.

¿Exceso en el número de campesinos que viene a La Habana? Puede ser, pero el reparo en esto no es de tanta entidad.

¿Exceso en las barbas? Cabe pensarlo, pero es cosa donde nadie tiene que “meterse”. Las del profesor doctor Núñez Jiménez, mi buen amigo, que es capitán, han crecido singularmente.

No hay libro de la antigüedad clásica que me atraiga más que la Política de Aristóteles, tal vez por su plan didáctico y su rigor, aunque deja “cuestiones abiertas”, fiel en esto a su maestro Platón. Allí ve uno al meditador que plantea las posibilidades del buen gobierno. ¿Cómo dar con él? Se percibe lo complicado del empeño. Aristóteles partía de la realidad. Además estudió ciento cincuenta y ocho constituciones antes que empezar su tratado. Hoy el asunto es más difícil aún. Y la América española tiene mucho que aprender y rectificar.

Creo, y no es la primera vez que lo expreso, en la buena fe y en la honradez del actual gobierno cubano. Cabe esperar que aquí el Estado exista “para la vida justa” como enseñó Aristóteles, o “para el bien de todos” en la frase de Martí, que es esencialmente la misma del filósofo griego. La vida pública ha de sosegarse si esperamos eficacia de la ardorosa revolución.

La gente suele desatender lo que importa. No he oído a nadie comentar la ejemplaridad hispanoamericana del doctor Fidel Castro. El actual régimen no es resultado del sufragio. Es, y la revolución lo sabe, un gobierno provisional. Sin embargo, el Primer Ministro al renunciar y al explicar sus motivos procede como si estuviéramos en situación de normalidad constitucional. Un dictador depone por la fuerza al Presidente. Alguien dice: “Sí, pero él sabe que así perdería su prestigio”. Bien, pero los dictadores no actúan con ese temor. Quedamos entonces en que no se trata de un dictador. ¿Qué es lo bueno? Cualquiera que sea el procedimiento, se pretende restarle virtud.

Repito que ni los adictos y devotos (que son mayoría) suelen fijarse en esa lección civil.

Por último, y volviendo al tema inicial, lo apuntado implica que con el descuento de lo excesivo que pueda haber en determinados aspectos, las iniciativas y realizaciones de la revolución, debidas prácticamente a Fidel Castro, son loables por su alto sentido humano.

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