Padilla, que en estos días está de turno para encarnar el papel de lobo feroz de nuestras letras (papel que he venido desempeñando por años, que hoy mismo desempeño) acaba de publicar en este magazine un artículo titulado “La poesía en su lugar”, y que es respuesta a uno mío sobre Lezama (“Veinte años atrás”).

En nuestra incipiente literatura (hace un buen rato que es incipiente en espera de pasar a excipiente) este rol de lobo feroz ha sido muy beneficioso. A qué cumbres de estupidez no llegaríamos si, de vez en cuando, estos animales temibles no hicieran su aparición en el campo literario cubano. Seríamos nada más que un rebaño de mansas ovejitas. Es de sobra sabido que nuestros pretendidos críticos han tenido por norma absoluta ser respetuosos, mendaces y cobardes. Y, por si esto fuera poco, verbalistas. En un pasaje de ese libro infortunado que se titula Lo cubano en la poesía, desliza Vitier esta frase: “La poesía, estética quiere penetrar”… A uno no le queda otro remedio que sonreír burlonamente. Ese infortunado libro está hecho, repito, sobre la base de lugares comunes, de mezcla de adjetivo y sustantivo, y también, ¡no faltaba más!, de puntos de vista que son flagrantes puntos de ciego… Pero dejemos que estos muertos se entierren entre ellos. Es lo único que les queda por hacer.

Pues Padilla, como iba diciendo, trata de poner a la poesía cubana en su lugar. Ahora bien, cuando algo se trata de poner en su sitio es preciso, si no se quiere que lo pongan a uno en su sitio, que las cosas queden firmemente demostradas. Es claro, Padilla hace sus primeras actuaciones de lobo feroz y se advierte de entrada que no está bien interiorizado con su papel. Su apreciación del fenómeno poético cubano entre 1936 y 1958 queda, justamente, un poco fuera de lugar. Pero vayamos por partes.

Comienza diciendo: “En un alarde por demostrar que las disidencias personales no pueden nublar las disidencias críticas, Virgilio Piñera escribió recientemente un artículo para reafirmar públicamente lo que su poesía se había encargado de pregonar a los cuatro vientos: la sumisión a Lezama Lima”.

Esta primera afirmación es fácilmente refutable. Veamos. Comenzaré por demostrar que soy el poeta (perdón, no me considero poeta, simplemente facilito la exposición) menos lezamiano de mi generación lezamiana. Entre paréntesis, diré que la otra generación –y también la que sigue a esta– es, asimismo, lezamiana o, por lo menos, tiene resabios de lezamismo.

Pues no lo soy por la sencilla razón de que paré a tiempo. Mi poesía (perdón de nuevo) se reduce a un cuaderno que, como todo el mundo sabe, responde al “furioso” título Las furias, y a un libro subsiguiente: Poesía y prosa. Si examinamos ahora el catálogo del resto de los poetas “originales”, veremos que sus volúmenes sobrepasan con mucho a los míos. Esto en cuanto a la pura cantidad. En lo que respecta al lezamismo, cualquier lector que se tome el trabajo de releer mis poemitas advertirá que el lujo verbal, el preciosismo y la complicación metafórica de dicho poeta no aparecen en ellos. Entendámonos. No niego que no haya hecho versos expresamente lezamianos. Por ejemplo, recuerdo ahora un enorme poema (enorme por aquello de la extensión) –“La destrucción del danzante”– que es lezamiano de pies a cabeza. Se me había metido entre ceja y ceja hacer un poema a lo Lezama. Recién llegaba de la provincia, desconocía por entero esos nombres que ahora tanto se esgrimen para poner la poesía en su lugar, es decir, desconocía (no tengo reparo en confesarlo) a Breton, Apollinaire, Perec, etc., etc., y, claro está, pues como Lezama era lo único que tenía a mano, pues le eché mano. Por ese tiempo yo era joven (¡qué diablos, alguna vez se ha sido joven!) y todo cuanto hacía por el momento era lo que podría resumirse en la frase de Gautier sobre Baudelaire: “un joven que se preparaba lentamente en la sombra”. Después hemos visto a otros jóvenes en la misma tesitura. En un momento dado Baragaño imitó furiosamente a los surrealistas, y el mismo Padilla a Eliot.

Pues yo me preparaba… Y cuando lo juzgué oportuno me quité la piel de cordero para asumir mi papel de lobo feroz. Mi primer mordisco me valió la salida de Espuela de Plata. Allí entendían que no hacía mis reverencias a Lezama como es debido. Claro está, tuvieron que apelar a la violencia para sacarme (textual). Comencé mi resistencia (se ve ahora que yo era un resistente) enviando una carta a Lezama donde decía entre otras cosas:

Siempre temí que llegase el tiempo de las grandes decisiones, porque, habiéndote movido tú en un círculo de familia conservadora, te habías nutrido de bastantes indecisiones. Alegarás que te decidiste una vez (fase de Espuela de Plata) y otra vez (fase Verbum), pero es que no basta una vez y dos veces, sino que es necesario decidirse todas las veces.

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Y más adelante:

He tenido que soportar que ese maniqueo, con un impudor e insinceridad que eran de esperarse por su misma condición maniqueísta, me comunicase, como un gran descubrimiento, que Espuela de Plata era una revista católica y que se había tomado el acuerdo de elegir al buen presbítero porque todos ustedes son católicos, no sólo ya en sentido universal del término, sino como cuestión dogmática, de grupo religioso que se inspira en las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia. Así expresado, creo más en una cuestión de catoliquería que de catolicidad, y esto porque catoliquería significa lo mismo que alcahuetería. (1940)

¿Qué quería decir con esto? Pues que no estaba dispuesto a formar parte de una revista hecha sobre la base de inciensos de todo género. Al buen observador no se le escapará el síntoma, y el síntoma era la ciega sumisión a Lezama. Por eso, cuando Padilla, tratando de poner a la poesía en su lugar y a mí de paso, habla de mi sumisión a Lezama, incurre en un error de bulto. Tanto no me sometí que, además de ser un expulsado de Espuela de Plata, de no habérseme permitido publicar en Nadie Parecía, hasta llegué a un gracioso cambio de arañazos y mordiscos con Lezama en los salones de la benemérita sociedad Lyceum.

Entonces fundé mi propia revista: Poeta. De paso diré que alcanzó sólo a dos números ya que el costo de dichos números estaba de acuerdo con el número de mis trajes, es decir, que terminado mi guardarropa terminado Poeta, y también diré de paso que en esa revistita aparecieron varios nombres surrealistas, que tanto duele a Padilla no frecuentáramos con mayor asiduidad.

Pues en Poeta aparecieron dos artículos de fondo bajo el título “Terribilia meditans” en los que emplazaba a mi generación y, en particular, a Lezama. Es decir, que en 1942 (hace la friolera de diecisiete años) denuncié todo ese esteticismo trasnochado, esa catolicidad libresca y, sobre todo, esa poesía verbalista que a nada conducía. ¡Y Padilla, que padece desconocer lo esencial de mi actitud, habla de ciega sumisión! Si el lector se toma el trabajo de revisar esos dos artículos, comprobará que lo que Padilla se encarga ahora de propalar como su gran descubrimiento, es decir, que la poesía de Lezama es en definitiva un gran fantasma, ya lo había advertido yo en 1942. Indudablemente cuando alguien se presenta en escena por vez primera en el papel de lobo feroz, resulta doblemente lobo y se va, en consecuencia, del seguro. Pero no se lo tomo en cuenta a Padilla. En definitiva, es una actitud más constructiva que esa de Vitier de sempiterna ovejita.

Pero, como me veo precisado a probar mi condición de eterno insumiso (de paso diré que en Cuba hay que pasarse la vida ofreciendo pruebas palmarias), deslizaré aquí dos cartas: la primera dirigida a la actual directora de Cultura; la otra, a Gastón Baquero. La primera dice:

Mi distinguida amiga: a fin de evitar los eternos malentendidos, le envío estas líneas que explican los motivos por los cuales me abstengo de participar en el Día del Poeta, instituido por el Lyceum. Hoy por hoy, toda cultura que se quiera verdadera debe rechazar enérgicamente todo cuanto signifique su deformación. Debe ir, digo, con toda energía contra todo lo que pueda hacerla sospechosa de filisteísmo. Y nuestro momento cubano en el orden de la cultura es asaz peligroso, pues dicha cultura hace ya un buen rato que se está ejerciendo por los snobs de turno, por las damas de sociedad, por los cronistas sociales, en fin, que estamos amenazados de una cultura de salón, de una cultura de compromiso, de encubrimientos, de concesiones. Quien trabaja a conciencia su arte, quien estima la cultura, no como entretenimiento elegante, sino como destino dignamente recibido, no puede aceptar tales comedias. Lo peor de todo es que hoy se dan homenajes a diestra y siniestra; parece que se obedece a una consigna general, la de ser homenajeado, aparecer en la crónica social, y todo ese fúnebre mundo al que nada le interesan los poetas ni la poesía. Es por todo eso que no estaré en el Lyceum la tarde del Día del Poeta. Estaré, en cambio, en mi puesto. (1944)

La segunda, dirigida a Gastón Baquero, con motivo de haber él ganado el premio Justo de Lara:

¿Cómo escribir a un personaje muerto? ¿Cómo moverle? ¿Cómo interrogarle? Por la prensa supe de tu muerte. El periódico Información decía: “El premio Justo de Lara adjudicado a Gastón Baquero”. La noticia no me tomó de sorpresa: ya se rumoraba días antes la gravedad de tu estado. Y es una muerte más pavorosa que todas las muertes en razón del corto número que somos contra el largo número que está en la desfachatez. El momento cubano es terrible en todos los órdenes [la carta es de 1944, inicio del grausato]. Cada día la conspiración contra la inteligencia gana nuevas posiciones, cada día sus conspiradores ganan un neófito más. El ganado de hoy eres tú. El de ayer fue Justo Rodríguez Santos. ¿A quién le tocará mañana? Y recuerda que esta gente no concede nada gratuitamente, que asimismo no se es ganador de un Justo de Lara, o de cualquier sucedáneo, impunemente. Tu entrada al mundo de las concesiones, de los paños calientes, de las aguas mansas te hizo criatura amorosa de toda esa ralea intelectual. Hoy ya eres el periodista Gastón Baquero, premio Justo de Lara, que asiste a banquetes martianos en Pinar del Río para hacer el panegírico de Mañach, que forma en la ronda de la mascarada martiana. Y así por este camino. Claro, que otro no tan “rosado” como este era, por ejemplo, el de Espuela de Plata o de Clavileño; jamás ninguno de los señores que ahora te premian te hubiese premiado por un ensayo como el titulado “Los enemigos del poeta”. Las razones son obvias. Ha sido necesario que descendiese hasta Varona para ser “comprendido y estimado”. Se comienza a tener perros de lujo…

Pero mi insumisión no para aquí. En 1943, y como la poesía lujosa y verbalista me daba náuseas, como veía que todo paraba en moarés, sistros y nieve (por otra parte, que nunca cae en Cuba), escribí La isla en peso. Recuerdo que antes de su publicación ofrecí una lectura en casa de Vitier. Hubo consternación general. “Hay sífilis en tu poema, y esto no me gusta”, me dijo Cintio. Por su parte, Baquero, en el Anuario Cultural del Ministerio de Estado, me enfiló los cañones. En cuanto a Lezama… Pues no salía de su asombro: ¡alguien se atrevía en Cuba a escribir un poema empleando un lenguaje que no era el suyo! Por curiosidad, veamos este lenguaje:

Bajo la lluvia, bajo la noche, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen;
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeándose los riñones
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono,
sintiendo cómo el agua le rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas.
Un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir,
aullando frente al mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla:
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

Creo que el fragmento es concluyente. Este poema será mejor o peor, pero nadie negará que es el antilezamismo en persona. ¡Y cómo no habría de serlo, si yo me ahogaba entre tantos “sones mojados”! Y también, que con este poema pagaba mis culpas y pecados con el lezamismo.

Entonces, ¿qué puede objetarme Padilla? ¿Mi artículo sobre el “maestro”? Pero, ¿es que no se ha dado cuenta que ese artículo no es otra cosa que una nota necrológica? Diga Padilla lo que diga, Lezama estuvo vivo allá por el cuarenta y uno. La prueba de ello es que la generación actual no ve las santas horas de quitárselo de encima. Todas las polémicas, las conversaciones de café y de redacción de periódicos giran alrededor de Lezama. Si se da por aceptado que la poesía de Lezama es una experiencia fallida en el campo de la poesía cubana, yo pregunto: ¿qué poeta se ha visto librado, en todo o en parte, de su influjo? Y es por eso precisamente por lo que hay suma urgencia de liquidarlo cuanto antes, es decir, él está liquidado, pero eso no basta, pues mientras exista una sospecha de lezamismo en dichos poetas ni respirarán tranquilos ni tampoco su poesía será absolutamente personal.

En otra parte de su artículo, Padilla dice, con justa razón: “La poesía que ha de surgir ahora en un país nuevo no puede repetir las viejas consignas de Trocadero”. Pero si estas consignas no pueden repetirse, tampoco podrá repetirse ese espectáculo bochornoso y provinciano de los poetas que estiman que su mundito es más importante que el mundo de la Patria o el mundo de un obrero o de un empleado. Lo digo porque estos poetas tan jóvenes, tan revolucionarios, tan modernos siguen repitiendo el ceremonial de la calle Trocadero. Si no aparecen en una antología, empiezan a dar gritos y a hablar de conspiraciones; puestos ante la poesía de un colega, pierden su tiempo haciendo la disección de la misma para que todo redunde en beneficio de la propia. Esto se llama cominería intelectual. Y esta cominería se practicó por más de quince años en nuestra generación. Si ahora los tiempos han cambiado –y, efectivamente, han cambiado– también los poetas tienen que suprimir radicalmente ese jueguito que se llama “yo soy el centro del universo”. Porque, en definitiva, todo eso es también rejuego estético, blandura y falta de madurez. En el momento que escribo, todavía en Cuba las horas del día empleadas en intriguillas y chismorreos son muchas más que las empleadas en hacer la poesía. Cosas como “qué dice Fulano de mí”, “yo soy mejor poeta que Mengano”, “en Cuba solo yo valgo para algo”, “hay que cerrarle el paso a tal o más cual” se escuchan a diario en las coteries literarias y en las casas de los amigos. Hace poco decía en un artículo que, con motivo de la inminente aparición del Segundo Festival del Libro Cubano, los poetas que no alcanzaron a ubicarse en el tomo La poesía joven en Cuba se mesaron los cabellos, consideraron que todo estaba perdido, y se dieron batallas campales para lograr un sitio en las páginas de la tal antología. Y, como dice un dicho popular cubano, “se peinan o se hacen papelillos”: o los poetas empiezan a exigirse a ellos mismos o prosiguen en sus cominerías. O se impone la cominería o acaba por triunfar la exigencia, pero ambas cosas a la vez son inconciliables, como el aceite y el vinagre. Si uno se decide por el papel del lobo feroz, debe tener sumo cuidado en que la menor partícula de payaso asome por bajo el disfraz. Esto traería la consiguiente explosión hilarante de parte del público. Y que se pierde seriedad, que todo ese mundito sólo provoca risas burlonas, es un hecho consumado. No puede dejarse la máquina de escribir tras haber escrito un artículo emplazador para entrar en tal o cual lugar a quejarse, como un bebito, de que no me han incluido entre los poetas más representativos de la hora actual…

El día que no abundemos más en esas miserias seremos escritores y poetas de verdad. Cosa que hasta ahora no somos. Pese a quien le pese.

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