En el número pasado de esta Gaceta de Cuba, Virgilio Piñera ofrece una interesante versión de lo que él considera las dos últimas generaciones de escritores cubanos: aquellas a la cual pertenece, que se dio a conocer en torno a 1940, y la de los escritores coetáneos de la Revolución. No deja de ser edificador y sumamente sincero su trabajo, y además, tiene esa falta de almidonamiento en la escritura que evita melindres y va recto al grano. Pero el artículo no es sino una versión personal, que no parece que coincida siempre con la realidad. Además me interesa comentar y ampliar puntos tocados por él.

En primer lugar, el término generación, si no se emplea con gran cuidado, confunde más de lo que ayuda. Y conste que me he preocupado como el que más entre nosotros por esta cuestión. Una generación sólo supone una coincidencia temporal; en consecuencia, un repertorio similar de problemas y un cierto aire común. Fuera de eso, en una misma generación hay latifundistas y peones agrícolas, burgueses y proletarios, ricos y pobres, reaccionarios, comunistas, escritores cursis y escritores geniales. Dentro de un mismo contexto, la mayoría de la gente se comporta de cierta manera no por pertenecer a una generación, sino por pertenecer a una clase determinada. Esperar que un joven de la actual generación, por ejemplo, vaya a seguir a Fidel Castro lo mismo si se trata de un obrero que de un latifundista, es condenarse a no entender nada. Se me dirá que los escritores no suelen provenir entre nosotros ni de los cortadores de caña ni de los dueños de centrales, sino de la pequeña burguesía urbana. Eso es cierto, pero aun así no podemos dejar de lado esta consideración.

Reduciéndonos a lo tratado por Piñera, sin embargo, y a las generaciones literarias que comenta, lo primero que llama la atención es la que él considera su generación. “Nuestra generación –dice– se caracterizó por un total desapego de la política”. Y más adelante, tras algunas observaciones llenas de interés: “Siempre que veíamos la entrada en política de un escritor no fallábamos en nuestra presunción: al poco tiempo estaba pegado al jamón con las consiguientes traiciones y componendas”. Yo creo que Piñera ha confundido aquí varias cosas. Por ejemplo, la parte con el todo, un grupo literario con una generación literaria. Ese “total desapego de la política” no es propio de toda su generación (como yo mismo pude creerlo, aunque hablaba sólo de la poesía, a la que esto es más aplicable), sino de los escritores que giraban en torno a revistas como Orígenes, que por otra parte fue la más importante revista literaria del momento en Cuba. Además no hay por qué identificar la política con la mala política, ni imaginarse que el hecho de que un escritor mantenga una actitud positiva en su obra implique una obligada militancia política. Nadie ha postulado una literatura de concejales. Para poner un ejemplo mayor, el propio Maiakovsky, habiendo abandonado el partido bolchevique antes de los veinte años, no volvió jamás a militar en partido, a pesar de lo cual es el gran poeta comunista del siglo. Independientemente de que una militancia política no tiene que ser sinónimo de trapacería, es siempre factible una literatura combativa o simplemente una literatura no obstinada en vivir de espaldas a las realidades del país, sin una definida militancia política.

Esa generación que empieza a darse a conocer en torno a 1940, además del importante grupo del que formaba parte Piñera, incluye escritores como José Antonio Portuondo, Ángel Augier, Mirta Aguirre, Dora Alonso, Carlos Felipe, Onelio Jorge Cardoso, Samuel Feijóo, Ernesto García Alzola, Alcides Iznaga, Aldo Menéndez, que difieren (unos más, otros menos) de los escritores de Orígenes, casi todos poetas y algunos de gran calidad. Los otros, los mencionados, no son ciertamente “una golondrina”, y aunque no hicieron una revista continuada, sí hicieron verano. Tanto, que entre ellos se encuentran quienes son quizás el mejor cuentista de su generación, su mejor dramaturgo, su crítico de más rigor científico y una de las más originales figuras literarias cubanas: aludo a Onelio Jorge Cardoso, Carlos Felipe, José Antonio Portuondo y Samuel Feijóo. A estos escritores no les es aplicable la acusación de “desapego político”. En grado mayor o menor, vivieron con las miradas puestas en las realidades de su país. Algunos llegaron a la franca militancia en un partido revolucionario, como Mirta Aguirre; otros, procediendo más “por la libre”, se acercaron a los campesinos humildes en vida y obra (Cardoso) e incluso lucharon durante años por reivindicaciones campesinas, como Samuel Feijóo; y no faltó entre ellos quien tomara las armas en la loma, como Aldo Menéndez. Su obra literaria es un testimonio de la preocupación, de esa actitud. Es por eso natural que estos escritores se hallen profundamente entrañados con nuestra Revolución. Representan sin duda el costado de más preocupación social, política, de su tiempo, y son los que transmiten a los más jóvenes el aliento de la extraviada Revolución del 33. Sólo que quizás no lo transmitieron con la constancia necesaria. Salvo algunas notables excepciones, les faltó en lo literario persistencia o cohesión, así como a los de Orígenes les faltaba preocupación política. Mientras Orígenes duró doce años (1944-1956), y no fue la única revista de esos escritores, las publicaciones de estos otros apenas alcanzaron unos cuantos números (Gaceta del Caribe, en 1944, no sobrepasó los diez números, y a menos todavía llegó Viernes, en 1950). Tampoco llegaron a verse entonces como una unidad. En general, a diferencia de los poetas de Orígenes, tendían a subrayar más la continuidad ideológica que la diferenciación generacional. Por ello entre los editores de Gaceta del Caribe, además de Portuondo, Augier y Mirta Aguirre, se hallaban dos escritores de más edad: Guillén y Pita Rodríguez. Aunque esto es una virtud, ella se hubiera acrecentado de haber sobrevivido esa publicación u otra similar. No habiendo sido así, no es de extrañar el interés que para muchos escritores jóvenes cobró Orígenes, cuya ferviente tarea literaria (especialmente en lo poético) fue tan innegable como su desapego político. Por cierto que, para no dejar en el ánimo del lector una impresión errónea, quisiera destacar que quienes fueron los editores de esa revista, el poeta José Lezama Lima y el crítico José Rodríguez Feo, se hallan hoy al lado nuestra Revolución. Precisamente en el número último de esta Gaceta aparece un buen trabajo sobre Cardoso de Rodríguez Feo, que representa entre otras cosas una especie de acercamiento entre estos dos sectores de la generación de 1940, acercamiento hecho posible por nuestra Revolución. Alguna vez habrá que subrayar como es debido la generosa actitud de Rodríguez Feo al abrazar tan ardientemente la Revolución socialista.

Si de veras queremos (o mejor, necesitamos) extraer lecciones de la que llama Piñera “la vieja guardia”, veamos entonces esta vieja guardia con todas sus armas. Para ello, no hay duda que tenemos que revisar los puntos y las comas, como hago aquí con mis propios puntos de vista.

Si Piñera, lleno del mejor deseo de autocrítica (para usar el término del día), y de la mejor voluntad, incurre en esos desenfoques al hablar de su propia generación, no es extraño que incurra en otros cuando habla de una generación que necesariamente conoce menos. En un caso como en otro, se trata en lo esencial de tomar la parte por el todo; lo que ha podido conocer en una cierta órbita, por la realidad completa.

Muchas cosas halagadoras dice Piñera para nuestra generación. Pero no todo lo que dice es cierto. Por ejemplo, ni la nuestra era un generación que “en líneas generales, se desconocía entre ella misma”, ni “al advenimiento de la Revolución el noventa por ciento de ellos permanecían inéditos”. Mucho de lo que dice de la generación es, desde luego, cierto. No voy por eso a repetirlo. Pero no lo es que la nuestra era una generación que, “en líneas generales, se desconocía entre ella misma”. Desde 1950, e incluso desde un poco antes, varias empresas en común niegan esto. Hasta la Revolución sobreviven algunas, como Nuestro Tiempo, de la que quizás sería útil que nos hablara unos de sus dirigentes constantes; por ejemplo, Juan Blanco. Hay que mencionar también, de aquellos años de aprendizaje, empresas un tanto ingenuas, pero testimonios de la incipiente unidad de la generación, como la cinemateca en que nos reunían Ricardo Vigón y Germán Puig; como la revista Nueva Generación. E incluso algún movimiento de sesgo político, como el Comité Treinta de Septiembre, fundado en la Universidad de la Habana en noviembre de 1950.

Además, casi todos los integrantes de la generación habían publicado ya antes de 1959. Sin duda esta puede ser llamada una “generación rescatada”, pero no es cierto que llegara a la Revolución con las manos vacías. Sin embargo, es verdad que hasta esa fecha pudo publicar muy por debajo de sus posibilidades creadoras. Esto lo hemos comprobado porque mucho de lo que se ha dado a publicar después de enero de 1959 proviene, con añadidos y retoques de gavetas prerrevolucionarias. En consecuencia, no es todavía literatura de la época revolucionaria.

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Desde luego, sería ocioso negar el impacto brutal recibido por esta generación en torno a sus veinte años, con el golpe de estado de Batista. Que ello afectó profundamente su ejecutoria inmediata es algo obvio, y en este sentido, gran parte de la descripción de Piñera es fiel. Habría que añadir consideraciones más generales, que quizás no sea este el momento de clarificar. Hubo abandonos del país como hubo abandonos de la literatura y momentánea dispersión; y también persistencia en la tarea literaria, pero acogiéndose temporalmente a publicaciones de los mayores, como Orígenes o Ciclón, en los que colaboraron o intentaron hacerlo un número crecido de escritores jóvenes, contagiándose mucho o poco del ambiente de esas publicaciones.

Y desde luego que está acertado Piñera al hablar de las inmensas posibilidades abiertas por la Revolución triunfante ante los escritores nuevos. De ahí que nos extrañe un tanto, en medio de opiniones que compartimos enteramente, esta exclamación: “Ni hablar de literatura panfletaria. Esa era procedente (y nosotros no la hicimos) en la época de la reacción. En esta época de la Revolución basta con la literatura por sí misma. ¿Y por qué la literatura por sí misma? Porque ahora la literatura es un apéndice de la Revolución, una rama del árbol revolucionario”. Creo que aquí Piñera, fiel a su primera formación, incurre en un planteamiento equivalente al que le llevó a olvidar importantes escritores de su edad. ¿Es que entre la “literatura panfletaria” y la “literatura por sí misma” (aunque de esta se nos diga que es un “apéndice de la Revolución”) hay que hacerla escogida? Yo no sé qué es la literatura por sí misma, y lo sé menos, si a continuación se me dice, sin embargo, que es “una rama más del árbol revolucionario”. Pero sospecho que una literatura de la Revolución no será una literatura por sí misma, sin ser tampoco, desde luego, un burdo panfleto. Precisamente eludiendo ambos extremos es que puede y debe lograrse la literatura de nuestra época revolucionaria. Esta es una cuestión que debemos de tener bien clara. Tanto más cuanto que, como dije antes, no todo lo que se publica ahora es ya literatura de la época revolucionaria. Esta partirá, va partiendo ya, no de escoger uno de los extremos mencionados por Piñera, sino de establecer un nuevo planteo. Ese planteo ha de ser tal, no un apresurado juicio sobre lo hecho.

Todavía es demasiado temprano para emitir juicio sobre la literatura de esta generación. A la caída de Batista, ella no había alcanzado madurez. En 1959, los más no habíamos cumplido treinta años. A esa edad comenzaron a editar Marinello y Mañach la Revista de Avance, en 1927, y Lezama Lima y Rodríguez Feo, Orígenes, en 1944. Naturalmente, la conmoción revolucionaria es nuestra experiencia generacional determinante. No sólo porque nos pasa, sino también porque nosotros le pasamos. Lo anterior nos parece, en el mejor de los casos, un purgatorio. Pero menos que integrarnos hoy en torno a una revista minoritaria, nuestra tarea es hacer la historia. No tiene ningún sentido incurrir en actitudes viejas, y son saludables confesiones sinceras como las de Virgilio Piñera, que cuenta con el aval de una vida de escritor. Por ejemplo, no podemos abroquelarnos en cantones generacionales, porque una misma tarea, una tarea común enlaza hoy en Cuba a todos los revolucionarios. Así, nuestra Unión de Escritores y Artistas, La Gaceta de Cuba, la revista Unión, y las que puedan seguir surgiendo, son el lugar de nuestra generación… y de las otras: las anteriores y las que vendrán. Nuestra meta no puede ser la querella generacional ni de ningún orden, sino la unidad en torno a nuestra Revolución socialista; la unidad que permita estar juntos a Lezama y Leante, a Pita Rodríguez y Piñera. De los hombres que atacaron el cuartel Moncada, en 1953, dijo Fidel Castro, en su admirable alegato, que se trataba de “una nueva generación cubana con sus propias ideas la que se erguía contra la tiranía, de jóvenes que no tenían apenas siete años cuando Batista comenzó a cometer sus propios crímenes en el año treinta y cuatro”; pero cuando habló ya de la Revolución inmensa que aquella chispa heroica encendió, nos dijo, en su discurso a los escritores y artistas en la Biblioteca Nacional, el año pasado: “nosotros, los de esta generación sin edades, en la que cabemos todos, tanto los barbudos como los lampiños, los que tienen abundante cabellera o no tienen ninguna o la tienen blanca. Esta es la obra de todos nosotros.”

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