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En el teatro de la Escuela Municipal Valdés Rodríguez y para celebrar su primer aniversario, la revista Prometeo ha estrenado la tragedia en tres actos Electra Garrigó, del poeta cubano Virgilio Piñera, uno de los diez, justamente elegidos por Cintio Vitier, para figurar en su Antología. Dirigió Francisco Morín y actuaron en los principales papeles: Violeta Casal, Marisabel Sáenz, Gaspar de Santelices, Alberto Machado, Modesto Soret y Carlos Castro. En algunos instantes propicios, y en función de coro, cantó unas alusivas décimas criollas Radeunda Lima, acompañada por un retirado eco de guitarra.

La obra

Es natural, y hasta lógico, que los poetas nuevos, los poetas de su tiempo, del turbio tiempo que corremos, se vuelvan hacia la tragedia clásica en busca de inspiración, de punto de partida para expresar sus congojas. Y es natural y lógico, porque nuestra época, como aquella lejana del período ático, se puede definir por una total coincidencia de desvalorizaciones, terriblemente patente entre nosotros, y terriblemente escondida por aquel entonces. Los poetas griegos se sabían prisioneros del destino a pesar de los dioses o a merced a ellos, y los poetas de ahora saben que la bruma que nos atenaza y que nos cierra el paso, ha sido levantada a pesar de Dios, o mejor aún, por el olvido total de Dios. Unos y otros van y vienen, se acuestan y se levantan, se agitan o perecen, hostigados por esos mensajes cortados e imprecisos, que sólo ellos perciben, merced a su sentido mágico de las cosas. No importa, no pueden importar, filosóficamente hablando, los detalles circunstanciales, totalmente distintos. Lo esencial es el velo que nos tapa los ojos; y la seguridad y ceguera de ese velo es ahora tan patente, como lo era antes, en aquella lejana edad decorada de estatuas y de ademanes grandilocuentes Acaso, acaso, la diferencia única, la diferencia esencial no discurra sino por lo extremo, por lo de fuera, mientras que allá en lo interno, en lo íntimo, hoy como ayer, nos hallemos sin salida, encerrados en ese punto negro del [ILEGIBLE], prisioneros de unas causas y unas motivaciones que desconocemos. ¿Qué importa, qué puede importar que antes, en aquella divina juventud cultural, el hombre pretenda luchar contra lo inexorable, al sentirlo, tan sólo, causa de su propia, personal desgracia, y ahora se sienta abatido, en cuclillas, a la puerta de su tienda, a esperar en compañía de sus semejantes que vayan pasando sus propios cadáveres, en una destrucción encadenada de la especie? ¿Qué puede importar esto? Nada ¿verdad? Ya que el grillo que aprisiona conduce a la misma, idéntica desesperación, a la misma entrañable angustia. Lo otro, la diferencia de la reacción, es casi únicamente situación biológica, producto de esos siglos que han ido ahondando, en nuestro cerebro, los surcos de las entendederas humanas. Porque si antes el griego se paraba ante sí mismo para razonar su situación limitada, nosotros nos vemos impelidos a hacer razonar a nuestro instinto, limitación, también, vuelta a nuestro caso individual, dentro del caso genérico.

Claro que lo malo de Electra Garrigó –que sale, según su autor, de la tragedia de Sófocles, como esta parte de Las coéforas de Esquilo– es que no nos plantea ni una problemática de nuestro tiempo, ni mucho menos un problema cubano, por mucho que trate de engañarnos con decires criollos en función de coro, una terminología vagamente cubana y la aparición de unos mimos y mimas de oscura tez. El caso de Electra Garrigó, como la de Eurípides, está tomado de perfil, sin atreverse a virarlo del todo para verlo en su total morfología espiritual, ni mucho menos a acercarlo a nosotros por la vía del hecho internacional que nos cierra el paso, ni por el hecho nacional que nos clausura nuestro avance. Electra Garrigó es una falsa mujer que traiciona el complejo de Edipo, para salvarse a sí misma, y que luego quiere redimirse de esa traición convirtiéndose en una terrible máscara de la libertad de su hermano, al ver que su liberación ha llegado, para ella, demasiado tarde. No le importa el incesto de su madre, como feroz insulto a la figura del hombre que le dio el ser y, por lo tanto, está incapacitada para retornar al amor fraterno, que no puede implicar más que una prolongación del amor paternal, que siempre sintió como una cadena. Es tan sólo, y eso sí, bien claramente, una mujer absorbente, enamorada de sí misma y, por lo tanto, en la dramática del ladrón que a todos supone, por lo menos rateros de su personalidad. Es en el terreno vulgar la niña mal educada que quiere pasarse con la suya y que, antes de transigir, está dispuesta a quemar su casa, con todos sus habitantes dentro. Lo otro –perdóneseme la sinceridad– es literatura, aunque de la buena, agitaciones intelectuales, filosofía recortada, ya que el poeta debe trabajar sobre premoniciones y el pensador por razonamientos, aunque sean poéticos o disfrazados de tales.

Queremos decir con esto que Electra Garrigó no posee una trayectoria segura, un pensamiento directriz y que, por esta causa, se desarrolla dando tumbos de ingenio, de acá para allá sin decidirse a coger el toro de la verdad por los enfurecidos cuernos. Y de cubana, de cubanísima obra, ni hablar, como diría el castizo, ya que la pereza y la hipertrofia de ego son tan comunes allá, por tierras de Noruega, pongamos de ejemplo, como por estas tierras del Caribe que nos sostienen. Ya que Virgilio Piñera, tan tajante crítico, no va a pretender confundirnos con estampas, o mejor aún, con añadiciones turísticas, como las ya nombradas décimas en las que debió poner un poco más cuidado poético.

En el hacer teatral, Electra Garrigó es una patente muestra de hasta dónde los poetas concéntricos, los poetas herméticos, están incapacitados para decir un mensaje de manera absoluta. Su trabajo, su premio, es darnos ese ligero soplo que a veces los conmueve; su palabra llena de recóndita intención, pero coja de pensamiento; su pensamiento labrado en profundidad, pero desarticulado de otros pensamientos consecuentes. En esto radica su gloria, y nada más ni nada menos que en esto. Y esto, todo esto, absolutamente todo, es antiteatral hasta el máximo, incapaz de saltar las candilejas y de abrazar, temblante, al público atento. Querer substituir la flecha, el disparo certero de la flecha, por desplantes de arco o por movimientos inusitados, es acudir al juego y al rejuego de lo novedoso, y eso estaba bien allá por los heroicos años del novecientos veinte, y no por este del cuarenta y ocho, abrumado de negras certezas. Los dos primeros actos bajo ningún concepto son teatro, por mucho que se amplíe, que se retrotraiga o que se flexibilice la teoría. Y el tercero sólo alcanza a serlo si olvidamos los anteriores, si nos proponemos partir hacia dentro, con la mente en blanco del que nada previo ha visto, aunque sí sabe muchas cosas. Por ejemplo, aquella lamentación de la Electra de Sófocles: “¡Oh, luz pura! ¡Aire celeste, difundido por igual sobre la tierra!”.

Al final, entre los ensordecedores aplausos de un público que, en ocasiones, reía por no llorar, totalmente despistado, atónito de tanto malabarismo, pero que de todas maneras quería premiar el noble esfuerzo de una noche, nosotros recordábamos, con tristeza, aquel verso del propio autor en “Rudo mantel”: “y el olor de la calle, donde un caballo no llevaba a nadie”. Quizás por querer llevar demasiado.

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