La representación

Pudiera parecer, al ingenuo espectador de Electra Garrigó, que la dirección de la obra, a cargo de Francisco Morín, fue acertada, y hasta consecuente, dentro de aquel maremágnum ideológico, de aquella pluralidad de vagas intenciones, que la obra revelaba. Y lo fue, sin duda alguna, si descontamos que la pieza estaba, tan acotada y “vista” por el autor, que poca libertad de movimientos le quedaba al encargado de subirla a escena. No hemos visto ningún ejemplar de la pieza, pero la circunstancia se hacía patente a cada momento, sin escape posible. Lo grave, tal vez, esté en la comunidad de opiniones, en la hermandad de pareceres, y eso ya sería pecado mortal, para quien, por encima de sugestiones o pretensiones omnímodas, está obligado, por prestigio del oficio, a poner un poco de orden en la casa; sobre todo cuando la casa luce tan desordenada y revuelta como lucía la de Electra Garrigó, insuflada de pretensiones. El teatro clásico, el verdadero teatro clásico, adquiere en las tablas su más tremenda dimensión cuando se representa de una manera simbólica, con un simbolismo acorde con la cultura helénica, en el que ocupa buena parte la declamación, sobria declamación de los parlamentos, sin olvidar jamás los demás resortes del teatro. Aquí, por obra y gracia del autor, y sin transición lógica alguna, lo natural se mezclaba con lo declamatorio, como se mezclaba el realismo de los personajes con aquel centauro profesoral, de poca ciencia y menos gramática parda. Tan pronto los actores se subían a los cortinones de la lírica o de la tragedia, como se departía o se quería departir criollamente, en busca de las cuatro patas del gato de la cubanidad. Y así no hay manera de entenderse ni de encontrar lo que se busca, en habitación tan azotada por el caos.

Además, y por si esto fuera poco, esos otros elementos teatrales, el movimiento de las figuras entre ellos estaba planeado tan al tuntún como el diálogo, vengan genialidades por acá y por acullá. Y como nosotros no conocemos, ni poéticamente ni pictóricamente ni etc., una obra artística que no esté concebida y realizada siguiendo una férrea directriz, tenemos que abundar en aquella opinión de ayer, es decir, del exceso de cosas, siguiendo una inspiración ondulante e imprecisa. El movimiento escénico, de tendencia simbólica –para seguir una pauta global– debe inspirarse en estos casos, en las estatuas y, sobre todo, en los frisos de la época, pero hacerlo a ratos perdidos, olvidándolo después por un naturalismo pasajero, mezclado con una teoría plástica cubista –recordemos el final del primer acto–, es meter al espectador en un tal lío, es pincharlo con tan diversos instrumentos, que al final sólo podrá emitir gritos de desconsuelo, por no decir de indignación. Es indudable que, en Cuba, estamos acostumbrados a los rollos políticos más fantásticos y que, por lo tanto, la imaginación pública está bien entrenada para percibir la verdad de cualquier barullo, pero lo de Electra Garrigó sobrepasaba nuestra preparación, acaso por hallarnos, artísticamente, cada día más lejos de la falsedad disfrazada de intelectualismo.

Violeta Casal, en medio de este maremoto, hizo lo que pudo por salir airosa del enredo. Puso a contribución su costumbre de representar teatro clásico, su voz magnifica, batallando, en lo anímico, por encontrarle arribo al personaje. Hizo lo mejor que se podía hacer, dadas las circunstancias, y hasta el tercer acto no pudo encontrar el único resquicio posible por donde escaparse hacia la nobleza. Marisabel Sáenz, en el papel de Clitemnestra Pla, menos dominadora de las formas y hábitos clásicos, lució más falsa, más en el papel de la obra, que en este caso había que superar, por mandato de arte. Fue, siempre, la buena actriz, incapaz de dejarse arrebatar a términos inconvenientes, pero, cerrados todos los caminos, se quedó en la encrucijada de las dubitaciones. Gaspar de Santelices, en un Orestes Garrigó, es decir, en un Orestes sin Orestes, cumplió como tal Garrigó, acertando sin acertar, extraviado en el recoveco del tipo, como buscando una tabla salvadora donde asirse. A Santelices le convienen tipos insólitos, pero enteros, que no se le doblen en el alma, y aquel hijo de su mamá, que no sentía celos del amante, no podía cubicarlo ni el actor ni mucho menos el público. Alberto Machado compuso el personaje más extravagante de la tragedia, con una sobriedad y buen tino verdaderamente admirables. Consiguió esa dimensión absurda del caballo triste que ha rumiado muchas cosas; esa ironía que se sabe, de antemano, ingenuamente amarga, lo que solo un muy responsable actor puede hacer, además de salvar al pedagogo de su dimensión de centauro. Modesto Soret, de espléndida voz, inseguro; Carlos Castro, francamente flojo. Radeunda Lima –¿qué decir de Radeunda en función de coro?– cantó, con su conocido buen estilo, unas décimas que no entendía, y un mucho descuidadas por el autor, sin duda en busca de una fragancia popular, que no brotó por ninguna parte.

La escenografía del pintor Osvaldo, demasiado simple, sin atreverse a resolver la única incógnita –terrible incógnita– que el mismo autor no logró encontrar: nada menos que unir nuestro estilo colonial con la sombra del Partenón. Lo demás, bien; muchas gracias.

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