Dice Martínez Villena: “Yo destrozo mis versos, los desprecio, los regalo, los olvido: me interesan tanto como a la mayor parte de nuestros escritores le interesa la justicia social”.

¿Qué pensar de esta declaración? Sin duda, encierra una gran verdad que es como un dedo acusador –en su mayor parte a nuestros escritores les importa un comino la justicia social-, y también, sin duda, pone de manifiesto una mistificación: mis versos no me interesan. Si tan poco o nada le interesaran, si tal desinterés se igualara a la falta de pasión política de los escritores de su generación, cabría entonces pensar en un Martínez Villena haciendo todo menos poesía. Pero es el caso que la hacía, y aquí y allí en sus poemas –logrados o no– va implícita una profesión de fe poética. ¿Cómo pensar en el desprecio, en la mutilación, en el olvido frente a la obsesión devoradora del misterio poético? En un poema –“Paz callada”– Martínez Villena llega al paroxismo obsesivo:

Tan solo el verso arrastra su cansancio
y escala penosamente el duro silencio, se levanta
sobre el labio en gesto de sonrisa macabra,
mientras la mano en garfio me estruja la garganta
¡para exprimir la gota de hiel de la palabra!

Esto es, ni más ni menos, el desvelo mallarmeano por la palabra, expresado en “Don del poema”. Por tanto, una de dos: o ese desvelo es el resultado de una conciencia poética vigilante, o simplemente un acto gratuito. No es posible lo último, ya que los poemas de Martínez Villena son parte de un todo que es el propio ser de Martínez Villena. Que con posterioridad él encontrara en el plano de la justicia social la razón de su propia existencia no excluye una primera tentativa de buscar esa razón en el plano poético. Más todavía, y aunque parezca contradictorio, lo poético fue un primer paso para acceder al segundo, es decir, a la prédica social. Solo que él, como ocurre con todo revolucionario, quemaba sus naves, y en tal auto de fe debería entrar, como en el sí el no, la mistificación.

* * *

En el ensayo biográfico “Una semilla en un surco de fuego”, Raúl Roa reproduce un juicio de Luis Araquistáin sobre Martínez Villena: “alado y trascendente como Shelley”. Este juicio me ha dejado pensativo. Supongo que dicha frase forma parte de un estudio en el cual se fundamentaría esa comparación. ¿En qué se basaría Araquistáin para hacerla? ¿En una misma excelencia poética? O, por el contrario, ¿quiere decir que Villena, poeta menor, es alado y trascendente como Shelley, gran poeta? En todo caso, tal juicio, reproducido de pasada en un ensayo crítico, nos obliga a suspender la lectura, a meter los ojos en la página, a tratar de describir en un segundo todo cuanto Villena dejó de decir en su corta carrera poética. En una palabra, el juicio de Araquistáin nos fuerza, infructuosamente, a emparejar a Villena con Shelley.

Se dice, y no sin fundamento, que Martínez Villena fue el último de nuestros poetas modernistas. No creo, sin embargo, que dicho juicio tenga, en última instancia, un peso decisivo para situarlo en el mapa de la poesía cubana. Por cierto, es un caso aparte en esta poesía y, aunque lo es por singularidad, no por ello deja de estar aparte. Porque la “manera” de Martínez Villena, con todo el modernismo y posmodernismo implícitos en ella, y a pesar de sus tufos, resultaba extraña y nueva: ese poema cursi que es “Canción del sainete póstumo”, aunque cae dentro de la manera modernista, no encaja en las constantes de la poesía cubana: sentimentalismo, naturaleza, sensualismo. Si mal no recuerdo, en el “Sainete” por vez primera un poeta cubano se mide con la ironía y hasta con el sarcasmo. Ya el título de por sí presenta una separación radical con la acostumbrada manera de titular de nuestros poetas: ni pensar por un momento en Casal y ni aun en Martí, en el Martí de algunos de los Versos sencillos. Ambos habrían rechazado con horror semejante título para cualquiera de sus poemas. Y estos son nuestros poetas modernistas mayores. Para encontrar cierto parecido en la acritud tendríamos que remontarnos, por ejemplo, a las célebres décimas de Herrera y Reissig que forman La torre de las esfinges. Por ejemplo, veamos el comienzo de “Tertulia lunática”:

El cielo abre un gesto verde
y ríe el desequilibrio
de un sátiro de ludibrio
enfermo de absintio verde…
En hipótesis se pierde
el horizonte errabundo,
y el campo meditabundo
informe turbión se puebla,
como que todo es tiniebla
en la conciencia del mundo.

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Y más todavía, tendríamos que rastrear en Gotas amargas de José Asunción Silva. ¿Quién no recuerda sus célebres “Cápsulas”?

El pobre Juan de Dios, tras de los éxtasis
del amor de Aniceta, fue infeliz.
Pasó tres meses de amarguras graves,
y, tras lento sufrir,
se curó con copaiba y con las cápsulas
de Sándalo Midy.

Enamorado luego de la histérica Luisa
rubia sentimental,
se enflaqueció, se fue poniendo tísico
y al año y medio o más
se curó con bromuro, con las cápsulas
de éter de Clertán.

Luego, desencantado de la vida,
filósofo sutil,
a Leopardi leyó, y a Schopenhauer
y en un rato de spleen,
se curó para siempre con las cápsulas
de plomo de un fusil.

Si acto seguido leyéramos, por ejemplo, “Defensa del miocardio inocente”, advertiríamos la misma atmósfera de los poemas de Silva y de Reissig. Veamos algunos fragmentos:

Para impugnar la tesis de una verdad ficticia
vulgarizada en versos desprovistos de lógica,
quiero hablar en el nombre de la Santa Justicia
y de la respetable justicia fisiológica.

[…]

Tú, apenas responsable de una inquietud atáxica
pues isócronamente, un día y otro día,
preso en la celda ósea de la jaula torácica
mueves tu mecanismo vil de relojería.

[…]

Que ya cuando me aburran consonancias y ripios
y me canse tu danza de impenitente músico,
te llevaré a una huelga de sólidos principios.
¡Oh, persuasión ingénita en el ácido prúsico!

Una vez encontrado el parecido, digamos en qué se diferencia Martínez Villena de los modernistas de escuela. Él se había metido de lleno en “las consonancias y ripios”, en los esdrújulos, en el ácido prúsico, en el rejuego de las palabras; en suma, había caído en lo que se conoce por delectación morosa. Él, que se había refugiado en la poesía (en la poesía como amable refugio), en vista de la impotencia para actuar por el momento en la vida nacional, al mismo tiempo se ahogaba en ella. La vida no podía consistir en encontrar nuevos metros, rimas exquisitas que, las más de las veces, resultaban muestras acabadas de cursilería. En tal atmósfera rarificada, si no quería uno asfixiarse, era preciso meter en los poemas otra cosa que la rima y el “ácido prúsico”. El mismo Villena ha expresado en su poema “El gigante” la postura falsa en la que se hallaba colocado. ¿Recuerdan la primera estrofa?

¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada
grande que hacer? ¿Nací tan solo para
esperar, esperar los días,
los meses y los años?

¿Para esperar quién sabe
qué cosa que no llega, que no puede
llegar jamás, que ni siquiera existe?
¿Qué es lo que aguardo? ¡Dios! ¿Qué es lo que aguardo?

Después, había de por medio su tisis. Para otros, más saludables, las grandes expectativas del tiempo no tendrían carácter tan admonitorio como para Rubén. Estos podían esperar; no él, que veía sus pulmones empujándolo hacia la muerte. Por todo ello, el reducido espacio poético que Villena ocupaba, rarificado y hueco, tenía, no obstante, un respiradero por donde salía algo más que la mera resonancia verbal. En ese mismo poema, anotaba: “Hay una fuerza / concentrada, colérica, expectante / en el fondo sereno / de mi organismo; hay algo, / hay algo que reclama / una función oscura y formidable”. Se comprenderá entonces que su reducida obra poética participe, a la vez, de un amable cinismo literario y de una ternura sincera por las “cosas del corazón”; que sea, contradictoriamente, vacía y llena, deslavada y compacta. Si la recorremos con mirada atenta advertiremos los altibajos del ánimo y el luchar a brazo partido de los dos polos de su existencia –poesía y compromiso–. Él mismo lo dice en “Motivos de la angustia indefinida”:

¡Oh, consciente impotencia, para vencer la empresa
de traducir al verso la aspiración informe!
Angustia irremediable: conservar inconfesa
la tragedia monótona del vivir uniforme.

Este poeta ha requerido una fuerza sobrehumana para superar todas sus decadencias: sólo viendo una de sus fotos del año 1920, podemos darnos cuenta de que todo conspiraba en Villena para hacer de él una suerte de dandy. Si lo sentáramos en un salón de Londres o París bajo una luz de gas, lo tomaríamos por uno de esos exquisitos que formaban la “juventud dorada” de la época. Para colmo de males, le tocó ser joven en una Habana que, por trágica contradicción, era decadente sin haber pasado por la grandeza; era La Habana de Gustavo Sánchez Galarraga, de las temporadas de insípido teatro cubano de Salvador Salazar, de las “tenidas literarias”, de los juegos florales y de la informidad política. Es decir, en el terreno de la cultura todo resultaba bien chato y nada auténtico. Si treinta años más tarde esa vida cultural seguía languideciendo, ¡qué no sería en 1920! El mismo Rubén ha descrito la atmósfera insulsa y provinciana de la tertulia del café Martí. Y no es por cierto que faltara inteligencia, pero la disipaban en mera pirotecnia verbal. Después de todo, qué otra cosa hubieran podido hacer frente a un país donde la palabra cultura resonaba con ese mismo estampido de extrañeza con que escucharíamos el bramido de una vaca en un concierto. Si Martínez Villena resulta cursi en muchos de sus poemas, si lo vemos preocupado por la rima y si, finalmente, en su prosa se desliza toda esa caterva de frases amables y vacías, habrá que buscar el origen de sus desenfrenos en la vida literaria de provincia con que se regalaban los escritores cubanos de ese tiempo nefasto.

Y así iba dando tumbos y palos de ciego. Hacia 1923 escribe, teniendo muy presentes los sonetos de Los éxtasis de la montaña (Reissig), una serie de poemas en los que, prisionero todavía de ritmo y rima, de “color y forma” (¿es posible tal atiborramiento de esteticismo?), hay, no obstante, un cambio de frente en los temas. Ahora Villena se atreve a medirse con la ciudad, es decir, con La Habana que lo aplasta como una losa y, aunque todo está dicho “líricamente”, aunque no se ofrezcan precisiones, nos sentimos, leyéndolo, un poco más cómodos y a él un poco menos prisionero de su esteticismo:

Flamear de ropa blanca sobre las azoteas;
los largos pararrayos, las altas chimeneas:
adquieren en la sombra risibles proporciones;

el sol filtra en los árboles fantásticos apuntes
y traza en las aceras siluetas de balcones
que duermen su modorra sobre los transeúntes.

Pero vuelve a las andadas: reaparecen los marfiles, los cromos, los abanicos. Al momento de exaltación, a los proyectos de dar consistencia a la vida, suceden ahora nuevos escepticismos y posturas ante esa vida como de alguien que aguardara el diluvio universal. De 1924 es “La medalla del soneto clásico”, cumbre suprema de la cursilería de este poeta. Su cuarteto final es la apoteosis de la ineficacia:

mi triste devoción cuaja una gota,
y, hecha un endecasílabo, la fijo,
¡como una perla, en tu medalla rota!

Ahora, después de estas consideraciones, debemos sentirnos defraudados. ¡Pero si es lógico que Martínez Villena hiciera todas esas diabluras, que, sin suspirar realmente, suspirara por los atardeceres y se delectara con sus rimas! Él no ocultó nada y se presentó siempre delirante, como delirante y sin sentido era la vida nacional. Lo insólito habría sido que en un medio negativamente cultural como el nuestro, se aparecieran de pronto un Byron o un Rimbaud. Por supuesto, la posibilidad era posible; ahí tenemos el caso monstruoso de Capablanca. Pero, tal como ocurrieron las cosas, para esos años gelatinosos está muy bien que Martínez Villena resultara a tono con el medio. Esto dicho, anotemos a su favor su condición de artista, que lo hacía brillar con luz propia en medio del cortejo de ciegos. En esos templos de la fama que los hombres acostumbran levantar casi como un remordimiento, Martínez Villena ocupa un puesto destacado como héroe revolucionario. Sería conveniente recordar su condición de héroe de la poesía. Al fin y al cabo, en ese frente libró batallas decisivas.

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